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Hoy es todo distinto. Como si la muerte hubiera perdido de golpe su importancia y comenzase a no significar nada. Al salir hacia el huerto se ha acercado a mí, ha puesto sus dos manos sobre mis hombros, me ha mirado hasta el fondo. «Hasta mañana, madre», ha dicho solamente. Y yo he comprendido que ésta era su despedida. Mañana aún le veré, pero ya estará lejos, en la otra ribera, en la muerte quizá. Pero, tras el amor de esta noche, sería una traición temer a la muerte.
He seguido todo desde la cocina, he podido ver el brillo de sus ojos, el caliente runrún de sus palabras, el pulso de su respiración que me llegaba entre el silencio de los discípulos. A veces, al llevarles alguna cosa que necesitaban, oía retazos de sus frases. Y todo olía a cariño. Decía «hijitos míos» o «ya no os llamaré siervos, sino amigos». Luego, al volverme hacia la cocina, yo cerraba los ojos y dejaba que sus palabras sonasen dentro de mí: «Hijitos míos, hijitos míos, hijitos míos».
Y ¡qué temblor cuando tomó el pan entre sus manos! Me hubiera gustado acercarme, tomar también yo de aquel pan. Pero supe que hoy era para ellos y que, una vez más, la madre debía quedarse en un rincón.
Mas sentí una especie de envidia. Y junto a ella una gran alegría: ahora ya todos sabían lo que era tenerle dentro, como yo hace treinta y tres años le tuve. Su cuerpecito caliente pateaba suave en mí, si me reconcentraba podía oír latir su corazón. Era como si la vida se te doblase.
Pero ellos apenas parecieron darse cuenta, arrugaban el entrecejo, intentando comprender sin lograrlo. Pedro miraba el pan y las manos, las manos y el pan, y no lograba descifrar el enigma. Vi que comía su parte como entrando en la cueva del misterio.
«Ahora —pensé— están unidos a él como los sarmientos a la vid, ahora no tengo miedo».
Pero de pronto algo me estremeció. Alguien había abierto la puerta y un golpe de aire helado había herido la casa. Vi a Judas en el dintel y al fondo la noche negra y cerrada. Luego se hundió en la noche y otra vez el silencio se ciñó en torno a mi hijo en un abrazo maternal. Me di cuenta entonces de que las luces del cenáculo eran rojas y el rostro de Jesús estaba iluminado como nunca lo había estado.
Autor: José Luis Martín Descalzo