Diario del corazón de María-Lunes


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Sí, todas las madres lo dicen: los hijos son difíciles de entender. Los ha visto una crecer, conoces hasta las más pequeñas arruguitas de su cara, y un día, de pronto, hay en ellos algo que no entiendes. Es como si hubieran crecido de repente y se te fueran de los brazos. Tú miras y no comprendes. Tú quieres bajar hasta el fondo de sus ojos y te pierdes en los primeros vericuetos de su alma.

Jesús hace ya días que tiene los ojos preocupados. Le noto que me huye la mirada cuando nos quedamos solos. Y habla, habla de cualquier cosa, sin parar, porque sabe que si hace un segundo de silencio yo le haría la pregunta que él teme. Sabe que no he olvidado las palabras de Simeón y que sigo teniendo la espada bien adentro.

¿Puede acaso una madre olvidar que su hijo será cruce de caminos para muchísimos hombres y que caerá crucificado entre el amor y el odio? Aunque hubo un momento en que llegué a olvidarlo. Los años avanzaban y nada sucedía. Él crecía normal, nada gritaba que hubiera de ser distinto de los otros. «Un buen carpintero, un buen carpintero como su padre», pensé.

Pero era difícil engañarse. Él era serio, y vivía ya desde pequeño como si sobre sus espaldas pesase una tarea tan grande como él, más grande que yo. Maduraba deprisa como si tuviera que vivir muchos años en uno y a los diecisiete había en su frente toda la madurez de un hombre.

Desde entonces comencé a temer. Cualquier día podía irse a cumplir su tarea. ¿Quizá...? Sí, quizá no se atrevería a despedirse. Se levantaría a medianoche. Partiría.

Tras de pensar esto fueron pocas las noches que dormí de seguido. Me despertaba sobresaltada, segura de que ya estaba sola. Contenía la respiración temblando en el silencio de la noche, hasta que oía el jadear de su pecho adolescente., y respiraba yo a mi vez, feliz, riéndome un poco de mis miedos.

Y llegué a acostumbrarme a esta angustia. Hasta olvidé las palabras de Simeón. Los años avanzaban y nada sucedía. Él seguía en el puesto de su padre, cortando humildemente maderas, doblando las espaldas. ¿Acaso todo había sido un triste sueño? Si tenía su misión, ¿cómo no la empezaba? Las noches pasaban sobre nosotros y siempre al acostarme yo pensaba: otros día, otro día más que he tenido.

Ya casi no esperaba que se fuera cuando se marchó. Me quedé entonces abierta como un pozo, y cualquier aire me golpeaba como a una puerta. Sé muy bien que la muerte está al acecho. He leído veces y veces los libros santos y he vivido sus dolores como su hubieran sucedido ya mil veces. Llegarán cualquier día. Él me mirará entonces. No necesitará decirme una sola palabra. Ese día sus ojos serán transparentes para mí. Sólo tendré que entrar en el negro tobogán de la muerte aceptada hace treinta y tres años.

Últimamente creía que la hora estaba encima; su manera de hablar a los discípulos como si hiciera testamento en cada palabra, sus alusiones a la muerte, veladas y claras a la vez... Pero, ¿acaso no le falta aún mucha tarea? Pienso en sus discípulos y me imagino que ahora le dejarían todos si asomase el dolor por el horizonte. Son buenos sí, pero...

Y lo de ayer me ha devuelto muchas esperanzas. Sobre la borriquilla parecía un rey; los chiquillos gritaban como un montón enorme de alegría y todo en aquellas calles olía como cuando en Belén. Aunque cuando pasó junto a mi lado... Levantó los ojos sonriéndome. Era una sonrisa como de darme ánimos. Algo como si dijera: «Cuando venga el dolor acuérdate de esto».

 Ah, si José viviera y yo pudiera charlar de esto con él...
Quizá es mejor no pensar. Bajar de nuevo al pozo de la fe. Y esperar. Él será rey siempre, sobre la borriquilla o en medio del dolor. Esto es lo importante. Esperar.