Diario del corazón de María-Viernes



Hijo, perdona hoy a tu madre que no sabe decirte nada, que no sabe orar

Hijo, perdona hoy a tu madre que no sabe decirte nada, que no sabe orar, que no sabe ni estar contigo, que únicamente conoce este pobre oficio de estar cansada y decirte: Hijo, hijo, hijo...

¿Quizá te he desilusionado esta tarde? Me hubiera gustado haberte defendido mejor, haber sabido. Pero, allí, a tus pies, ¿qué podía ofrecerte sino mi esfuerzo por contener las lágrimas?
Tú estabas muriendo y yo seguía viva.

Ah, y hubiera necesitado gritar al ver tu sangre —¡la mía!— resbalar carne abajo hasta los pies, y luego gotear sonando silenciosa en el silencio de la tarde.

Si al menos hubieras vuelto con frecuencia hacia mí tus ojos... Pero entendí que no debías preocuparte entonces de tu madre. Estabas redimiendo.

¿Qué derecho tenían mis sentimientos a robarles un minuto a nuestros hijos, los hombres? Sí, hasta entendí que cuando te dirigiste hacia mí fuese para hablarme de ellos. De ellos... cuando eras tú quien moría, cuando mi corazón sólo tenía tiempo para estar en ti.

Perdóname también que ahora te hable como su estuvieras lejos. Sé que me oyes, que vas a venir de un momento a otro, pero aún tengo tan cerca tus ojos muertos, tu cuerpo muerto, tus manos muertas, que, en este momento, es como si el desierto de la muerte nublase la esperanza.
¿Sufriste mucho? ¿Te ha dolido mucho, mi pequeño?

Pero ya está, niño mío, ya está hecho. El Padre estará contento, estoy segura. Tu madre también lo está, orgullosa, orgullosa de ti, que has sido un valiente, digno de ser lo que eres, mi Dios.

Descansa ahora, duerme, reposa en los brazos del Padre tu cabeza.

O en estos míos, hijo.

Autor: José Luis Martín Descalzo