San Juan Pablo II, el Papa misonero




P. JOAQUÍN GAIGA
Fuente: http://www.vitral.org/vitral/vitral66/ecum.htm

Desde el momento en que Karol Wojtyla, el joven Obispo de Cracovia elevado sorpresivamente al solio pontificio, eligió su nombre como Papa, eligió también un preciso programa, estilo y trayectoria de vida. Juan era el nombre del Apóstol del amor. Claro: del amor entendido en el sentido cristiano de entrega, de servicio, de capacidad de dar la vida para las personas amadas. Y que Juan Pablo II fuera hombre enamorado de Dios, de la Virgen María, de la humanidad herida y plagada que habría querido sanar y encaminar hacia la plenitud de la paz y de la felicidad, todo el mundo lo percibió enseguida.

Su amor a Dios y a la Virgen lo hacía tangible y palpable la intensidad de su oración. Así como su amor a los hombres se vislumbraba en el trato atento, tierno, respetuoso y gentil con el cual se acercaba a todos y cada uno. ¡Cuántos niños ha acariciado! ¡Cuántas parejas ha bendecido! ¡Cuántos ancianos y enfermos ha abrazado! ¡Cuántos encarcelados ha visitado y consolado! Quedará como un símbolo y testimonio imperecedero del amor más arduo y admirable la imagen de su abrazo y de su entretenerse afectuosamente en la cárcel de Roma también con el hombre que había atentado contra su vida.

¡Cuántos encuentros con multitudes de jóvenes! Jóvenes que, en una época clasificada de crisis y ausencia de la figura del padre, en él encontraron a un padre afectuoso y al mismo tiempo enérgico, capaz no de mimarlos, coquetearlos y viciarlos, sino de empujarlos con entusiasmo hacia las metas más elevadas del compromiso a favor del bien, de la verdad, la justicia, la pureza y el amor genuino.
Pero fue el de Pablo el segundo nombre que eligió. Pablo el incansable misionero de los gentiles, que dio la vuelta repetidas veces por las ciudades del vasto imperio romano predicando, exhortando, enfrentando, para anunciar a Cristo, incontables retos, sufrimientos y peligros. Él mismo escribía: “Los viajes han sido incontables, con peligros al cruzar los ríos, peligros provenientes de asaltos de mis propios compatriotas, de paganos; peligros en la ciudad, en el despoblado, en el mar; peligros de parte de falsos hermanos...” (II Cor. 11.26)

Juan Pablo II cumplió brillantemente también con esta emulación de Apóstol de las gentes, y con el mandato de Jesús: “Vayan por todo el mundo y hagan discípulos a todos los pueblos...” (Mt. 26,19). Y si Pablo se enfrentaba entonces con un mundo completamente pagano, en la Redemptoris Missio Juan Pablo II expresaba su lúcido conocimiento de las dificultades de llevar e impregnar del mensaje del Evangelio al mundo de hoy: “La Misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse. ¡Ay de mí si no predico el Evangelio! (1 Cor. 9,16). Siento imperioso el deber de repetir el grito de San Pablo”. Y continúa el Papa en este documento: “Desde el comienzo de mi pontificado he tomado la decisión de viajar hasta los últimos confines de la tierra para poner de manifiesto la solicitud misionera (RM. 1)”.

Claro que el Papa Juan Pablo II tuvo muchas más posibilidades y facilidades tecnológicas para desplazarse de una a otra parte del mundo y en comunicar con el mismo que el Apóstol San Pablo, que los Papas del pasado y también los más recientes. Se le atribuye justamente el mérito de haber sabido valorizar inteligentemente los modernos medios de comunicación para el noble fin de hacer resonar posiblemente en cada rincón de la tierra aquella Palabra de la cual el propio Jesús dijo: “Cielo y tierra pasarán, mi palabra no pasará”.
El Papa proclama el Evangelio en la tienda
del jefe de una tribu india.

Hemos escuchado en estos días cifras asombrosas de más de cien países visitados, algunos más de una vez, de kilómetros recorridos que no sé cuántas veces cubrirían la distancia entre la Tierra y la Luna; cifras de multitudes encontradas, de discursos pronunciados. Y nos preguntamos de dónde sacó tanta energía este hombre mayor y después anciano achacoso para sostener tal trabajo misionero, tal cúmulo de contactos humanos, y todo hacerlo con tanta calma, serenidad, sosiego, lucidez y a veces con tanta franciscana alegría y sana ironía. Recuerdo al respecto cuando en la Plaza de la Revolución el 25 de enero de 1998, al estallar el enésimo aplauso durante su homilía, él comentaba: “¡Gracias, gracias! Porque mientras ustedes aplauden yo me descanso un poco”.

Quien tiene experiencia de vuelos aéreos que llevan a un repentino cambio de latitud, de horario, de clima etc. sabe el agotamiento que eso produce, la necesidad de tiempo para adaptarse al nuevo ambiente. Juan Pablo II, que los diaristas no dejaban tranquilo ni durante el vuelo, se mostró capaz de todo eso en breve tiempo cientos de veces. O mejor: supo ocultar detrás de su sonrisa abierta y serena el cansancio físico. Enseguida aparecía el paisano, el hermano y amigo que siempre había estado allí.
Alguien al comienzo de sus viajes hubo de recriminar: “¡Qué gasto!”. Ya Jesús y el propio S. Pablo habían experimentado la imposibilidad de contentar a todo el mundo: “Unos nos alaban y otros nos deshonran; unos nos calumnian y otros nos elogian – escribía el apóstol – Se nos considera impostores aunque decimos la verdad” (II Cor. 6,8)

“¡Qué gasto!” – parecía casi una eco de la exclamación de Judas Iscariote cuando María, la hermana de Lázaro, pocos días antes de la muerte del Maestro, derramó sobre la cabeza de Jesús un frasco de precioso perfume: “¿A qué se debe semejante derroche? – añadía el apóstol traidor que en realidad se preocupaba sólo de incrementar los provechos de su bolsillo – Podía haberse vendido a un buen precio y haber dado el dinero a los pobres”.

Si de aquel derroche de perfume Jesús se mostró agradecido y lo juzgó una profecía de su inminente Pasión, Muerte y Sepultura, también el gasto de los viajes misioneros del Papa, que siempre iba llevando también ayudas para los pobres, han sido ampliamente recompensados en términos de difusión del mensaje del Evangelio, en términos de afirmación de los genuinos valores humanos y cristianos y en términos de simpatía y estima que ha ganado la Iglesia católica y su supremo pastor. Eso lo demuestra también el tributo de gratitud, conmoción y pesar de estos días de su muerte y vísperas de su sepelio mientras escribo estas líneas.
El Papa en una “favela” en Brasil.

Gracias a la fatiga de estos viajes misioneros, devenidos un Calvario en los últimos años, en la persona y palabra del Papa, la persona de Jesús ha llegado y su palabra se ha grabado profundamente en muchos corazones. Y la Palabra - como nos dice el propio Jesús en la parábola – es como la simiente que, echada a la tierra, parece al momento morir y pudrirse pero, después de cierto tiempo, vuelve a brotar y producir frutos a veces abundantes.

En muchos países, incluso Cuba, que el Papa había visitado, donde había hablado a las muchedumbres y a alguno en particular, en estos días han vuelto a desfilar en las pantallas televisivas las imágenes de aquellos momentos, tal vez archivadas y olvidadas, han vuelto de improviso a resonar las palabras proclamadas ante la multitudes o susurradas cara a cara quizás con mayor eficacia de aquellos momentos de cierta bulla.
Sí, el Papa sigue hablando y enseñando también desde la cátedra donde reposan sus restos mortales. El Papa seguirá hablando, enseñando, siendo misionero también de su tumba: “A egregie cose l´animo accendono l`urne dei forti...” ( A nobles hazañas del alma empujan las urnas de los valientes) escribía un poeta de mi país en su famoso poema “Los Sepulcros”. Así pienso pasará para muchos al visitar el sepulcro de este valeroso misionero y luchador por la causa de la Verdad, de la Justicia, de la Paz, por todas las santas causas de Dios y del hombre.

En su compromiso misionero no sólo viajó mucho, llegando hacia los extremos confines de la Tierra, sino que fue exquisitamente atento también en los cercanos y cumplió muy bien con su tarea también de Obispo de Roma. ¡Cuántas visitas a las Diócesis italianas y a las parroquias romanas! Visitas de las cuales puntualmente el L’ Osservatore Romano y también parte de la prensa italiana informaban, mostrándolo en la actitud del buen párroco que preside la celebración, se entretiene afablemente con la gente, los niños, los ancianos, se encuentra con las personas activas en las parroquias, observa, se informa de las dificultades, se complace del esfuerzo, exhorta, alienta, consuela

Tanto con los lejanos como con los cercanos nos daba testimonio de cuanto afirma en la Redemptoris Missio: “La fe se fortalece dándola, en la historia de la Iglesia el impulso misionero ha sido siempre signo de vitalidad mientras que su disminución es signo de una crisis de fe”. Y podríamos así destacar algunos rasgos, ejemplares también para nosotros, de sus estilo de gran misionero de nuestro tiempo. Rasgos que explican además el gran impacto y eficacia en el mundo de su anuncio y testimonio.

Ante todo se notaba claramente que era hombre que vivía y era como impregnado de lo que anunciaba. Vivía compenetrado de la experiencia de un Dios que es amigo, que nos salva y nos llena de la plenitud de la vida y felicidad, que quiere elevar y promover lo más posible al hombre, que ama con predilección a los pequeños y humildes, que es amigo de los pobres e indefensos, que es misericordioso con los pecadores y los marginados. Dives in Misericordia (Rico en Misericordia) será el título de su primera Encíclica.
Pero Juan Pablo II no era sólo predicador de esta fisonomía de Dios, sino era él mismo bueno, sosegado, compasivo, tierno y al mismo tiempo fuerte, decidido y claro en poner en guardia contra el mal. La Evangelización y promoción humana fueron en él un hecho vital antes que teórico, una manera de actuar y relacionarse con los demás antes que una doctrina bien redactada.

Juan Pablo II con Santa Teresa de Calcuta.

Otro rasgo y otra razón de la eficacia de su anuncio misionero está en el ser hombre profundamente compenetrado del mensaje de la Resurrección, de la convicción de la victoria de la vida sobre la muerte, de la verdad sobre el error, de la luz sobre la tiniebla. Convicción capaz de infundirla en cualquier persona a pesar de todo el optimismo cristiano de cuyo testimonio tanto necesita el mundo de hoy que encontrado los caminos del placer, de la despreocupación, de la evasión, del hedonismo, pero se fatiga en hallar aquellos de la felicidad y gozo auténticos y profundos.

Desde la molestia de sus dolores físicos y de sus achaques, desde el temblor de sus manos, desde la pesadumbre de sus ojos que últimamente se fatigaban al mantenerse abiertos, se desprendían chispas de gran vitalidad, destellos de felicidad y esperanza que lo hicieron hasta el fin capaz de encantar y hablar también al corazón de los jóvenes, indicándoles los caminos de Dios, llamándoles a grandes ideales, revelándoles el verdadero sentido de la vida.

Otro rasgo y razón de la eficacia de su obra misionera lo podemos vislumbrar en la intensa y constante oración de la cual alimentaba, sobre todo su oración y gran devoción mariana. Totus Tuo “Todo tuyo”, con referencia a la Virgen, había sido su lema papal. Como los antiguos caballeros, según narran los poemas, eran capaces de consagrarse a su “amada” y cumplir increíbles hazañas empujados por este amor, así el Papa, empujado por esta su “amada”: la madre de Dios. ¡Cuán conmovedor verlo a menudo agarrado al rosario “Dulce cadena que nos estrecha a Dios”!. Devoción sin duda heredada de su tierra polaca. Significativamente nuestro Obispo José Siro así recordaba sus impresiones del Papa Juan Pablo II en ocasión de su primera Visita Ad Limina: “Se nota en él una profunda preparación teológica, pero lo que más me impactó es que reza con la intensidad y el fervor de una viejita polaca.”

La oración, omnipotencia del hombre y debilidad de Dios era el título de un libro que leía hace años. El increíble poder de la oración llevó al Papa a lugares impensables, le abrió fronteras y corazones que parecían imposibles de atravesar. Pensando en algunos de sus viajes misioneros, me viene a la mente lo que pasó con el patrono mundial de las misiones: S. Francisco Javier. En su irrefrenable ardor misionero llegó hasta las islas del Moro en el Sur de la costa de La India. Islas cuyos habitantes acostumbraban a cortarle la cabeza a cualquier ajeno que se presentase en sus costas. Sin embargo allí Francisco convirtió y bautizó a miles de aquellos ex cortadores de cabezas.
Así el Papa Juan Pablo II fue a países comunistas, a países musulmanes, hinduistas, budistas, a países muy ateos y secularizados, fue a lugares muy conflictivos y hostiles a la fe católica y dondequiera su presencia, su palabra, fortalecida y abonada de oración, sorprendió a todos, congregó a muchedumbres, fue luz para todos los hombres de buena voluntad.

Último rasgo y ultima razón que explica la eficacia de su compromiso misionero, que ya se vislumbran en lo que acabamos de decir, fue su gran audacia, su coraje, su valentía y a veces casi atrevimiento. Imagino lo que le habrán dicho algunos de sus más estrechos colaboradores frente a la perspectiva de ciertos viajes: “Es peligroso, Santidad. Es prohibitivo. Serán muy pocos a escucharla”. Pero el Papa no se atemorizó, no renunció. Se esperaban pocos jóvenes en París: el corazón de la Francia secularizada y hedonista, y sin embargo se reunieron más de un millón. Le había dado cita a los jóvenes en el próximo verano en Munich: metrópoli de la súper desarrollada Alemania.
Si me hubiera preguntado a mí, antes de su viaje a Japón, habría tenido que contarle de los pocos cristianos que hay y como en Kyoto, la antigua capital, la ciudad de las mil pagodas sintoístas y budistas y de gran arraigo de estas religiones, encontré solo a dos sacerdotes que me decían: “Aquí, Padre, no nos queda más que rezar y buscar buenas relaciones humanas porque nadie se convierte a la fe en Cristo, a pesar que en esta ciudad fueron pisoteados en la plaza pública los santos mártires Paolo Miki y sus compañeros antes de ser crucificados en Nagasaki”. Pero el Papa fue también al súper desarrollado Japón a hablarle de Jesús hijo de Dios que por nosotros se encarnó, murió en la cruz y resucitó, llevándole a miembros de religiones que no brindan una sólida esperanza al hombre frente a la muerte, el anuncio que en Jesús tendremos Resurrección y vida, que en Él se encuentra la respuesta satisfactoria a este enigma sumo, a este problema de los problemas.

En fin, el eco del anhelo misionero del Papa Juan Pablo II y casi su testamento en tal sentido podemos verlo en su decisión de hacer de ése ultimo año pastoral 2004 – 2005 el año de la Misión y de la Eucaristía. Quisiera terminar mencionando al respecto algunos puntos de su mensaje en preparación de la última Jornada Misionera Mundial celebrada en su vida. Ante todo recordaba lo subrayado en la Redemptoris Missio: “La Misión está lejos de cumplirse y son millones y millones los hombres y mujeres que todavía no conocen a Cristo Redentor del hombre”.

Volvía a hacer hincapié en el carácter y tarea misionera de todo el pueblo de Dios y añadía: “Los Santos han advertido siempre con mucha fuerza esta sed de almas que hay que salvar, baste pensar, por ejemplo, en Santa Teresa de Lisieux: Patrona de las Misiones, y a Monseñor Comboni, gran apóstol de África, que he tenido la alegría de elevar recientemente al honor de los altares”. Perdonen mis lectores si me anima de santo orgullo esta alusión a este gran misionero de mi querida y lejana Verona, del cual, entre sus múltiples fatigas para evangelizar a África desde mediado hasta finales del siglo XIX, merecen ser mencionados sus 13 viajes de ida y vuelta desde el Cairo hasta Kartun, capital de Sudán y su sede episcopal. Viajes a hombro de camello que duraban cada vez 3 meses en el desierto con temperaturas de hasta 50º.

“Eucaristía y Misión – seguía afirmando el Papa – forman un binomio inseparable. Pues el encuentro con Jesús Eucaristía – decía aludiendo a su experiencia personal – nos da fuerza, consuelo y apoyo en la tarea misionera. No podemos ser verdaderos misioneros sin nutrirnos de este alimento, que santifica. Para Evangelizar el mundo son necesarios apóstoles expertos en la celebración, adoración y contemplación de la Eucaristía”.

Subrayaba además el Papa que las mismas palabras de despedida al finalizar la misa, si tuvieran la eficacia de la antigua expresión latina: “Ite Misa est”, nos recuerdan que “todos deben sentirse enviados como misioneros de la Eucaristía a difundir en todos los ambientes el gran don recibido” Y como Jesús lo es en la Eucaristía – concluía el Papa – en esto consiste la tarea misionera: en una “oblación agradable, santificada por el Espíritu” (Rom. 15, 16) para formar de los hombres cada vez más un solo corazón y una sola alma”. (Hc. 4,32).