*En la Iglesia del Salvador de Toledo se celebró esta mañana la Fiesta litúrgica propia del día. Antes de la celebración de la Santa Misa se cantaron las Letanías del Santísimo Nombre de Jesús. A continuación ofrecemos la homilía pronunciada por el P. Manuel María durante la Santa Misa:
Queridos Hermanos:
Hemos escuchado en la proclamación del santo evangelio como “llegado el día octavo en que debía ser circuncidado el Niño, le pusieron por nombre Jesús”. Pero hemos de reparar en el detalle significativo que nos da el evangelista San Lucas: el nombre que San José y la Santísima Virgen impusieron al Niño fue el mismo nombre que le puso el Ángel, antes de haber sido concebido en el seno materno. (Cf. Lc 2, 21)
El nombre, pues que se había de imponer al Niño no fue dejado a merced de libre elección, sino que fue elegido y decretado por Dios mismo. Así lo manifiesta el Ángel en la Anunciación a la Virgen: “Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin” (Lc. 1, 31-33).
De igual modo, en el momento en que es revelado a San José el misterio de la concepción de Jesús “se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt. 1, 20-21).
En el mundo hebreo la elección del nombre revestía una gran importancia. El nombre era escogido por su significado y expresaba la actividad o el destino de quien lo llevaba. No sólo tenía la función de identificar a la persona, diferenciando así a unos de otros, sino que además tenía una finalidad descriptiva: podía describir circunstancias concretas del nacimiento de la persona, experiencias de sus padres, el porvenir que los padres entreveían para el recién nacido, etc.
El nombre bíblico arameo Ieshúa tiene un doble significado, si bien ambos significados guardan estrecha e íntima relación. Ieshúa significa: “Salvador”, “el que se entrega”. Por lo tanto el Santísimo Nombre de Nuestro Señor Jesucristo hace referencia a su ser y a su misión: Él es el Salvador de los hombres que como Hijo enviado al mundo ha recibido la misión de salvarnos y redimirnos del pecado y de la muerte mediante la entrega y la ofrenda de su propia vida en un holocausto de amor al Padre y a los hombres.
La imposición del nombre corresponde normalmente al padre y a la madre, manifestando así una particular autoridad que llamamos paterna sobre el hijo y un deber de obediencia y respeto de la prole hacia el padre y hacia la madre.
La elección divina del Santísimo Nombre de Jesús nos revela su condición de Hijo del Altísimo y nos preanuncia lo que será su vida, una vida de filial y amorosa sumisión a la voluntad del Padre. Así lo manifestará más tarde Él mismo a sus discípulos: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4, 34)
La Fiesta del Santísimo Nombre de Jesús, nos sitúa pues ante la Persona de Aquél que es nuestro Salvador y Redentor. Nos sitúa ante el Misterio del Hijo de Dios hecho hombre que se entregará hasta la muerte por nosotros, manifestándonos así la profundidad de su amor, pues “Nadie tiene amor mayor que este de dar uno la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).
Jesús significa “el que se entrega”, y en efecto Él “se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en el abismo, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” ( Fil 2, 7-11)
Al celebrar hoy la Fiesta del Dulce Nombre de Jesús no hemos de olvidar que como cristianos participamos de su Santo Nombre. En su Nombre hemos sido bautizados, confirmados y ungidos. Llevamos en nosotros la santa señal del Nombre de Jesús a quien invocamos permanentemente para alcanzar las gracias divinas y los dones celestiales. Es por sus méritos y satisfacciones que tenemos libre acceso al Padre a quien nos dirigimos confiadamente y de quien solicitamos toda gracia y misericordia “por Jesucristo Nuestro Señor”.
Nuestra participación en el Nombre de Jesús, como anticipo y prenda de la participación en su gloria, requiere de cada uno de nosotros la participación amorosa en sus humillaciones, siendo sufridos y resignados. La participación en su obediencia a la voluntad del Padre, sacrificando nuestra voluntad a la suya y sometiendo nuestra libertad a las exigencias de su santa ley. La participación en su fidelidad amorosa al Padre, permaneciendo fieles a nuestras promesas bautismales, fieles a la Santa Madre Iglesia, fieles a nuestra santa fe Católica.
En definitiva, nuestra participación en el Santísimo Nombre de Jesús, en cuanto cristianos, requiere de nosotros que vivamos crucificados con Cristo, y ya no vivamos nosotros, sino que Cristo viva en nosotros. Y aunque vivamos en carne, vivamos en la fe del Hijo de Dios, que nos amó y se entregó por nosotros (Cf. Gal 2, 19- 20)
Al finalizar esta homilía no podemos dejar de constatar con dolor como en nuestro tiempo en nombre de un falso ecumenismo, del relativismo reinante y de un sincretismo religioso execrable se traiciona y se olvida la consoladora verdad de fe que proclama la Epístola de este día tomada del Libro de los Hechos de los Apóstoles. Cumplimos con nuestro deber de sacerdotes y heraldos del Evangelio al recordar a todos que fuera del Santísimo Nombre de Jesús “en ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos salvarnos” (Hch 4, 12).
Al mismo tiempo comprobamos cada día con dolor y con asombro el avance del laicismo en la sociedad: el Nombre de Cristo es proscrito y acallado, la señal de la Santa Cruz es retirada y vilipendiada, desparecen de nuestras calles, hogares y lugares públicos los signos cristianos, la proliferación de la blasfemia y el intento perverso y diabólico de eliminar toda presencia y referencia cristiana de la sociedad.
Y no menos peligroso es el avance del secularismo en el seno mismo de la Iglesia. Un secularismo que se traduce en la proliferación de celebraciones litúrgicas adulteradas, privadas de toda sacralidad y de gestos de adoración a Dios. Un secularismo que se manifiesta en el abandono masivo del hábito religioso y de la vestimenta sacerdotal.
¿Cómo no tener la valentía de denunciar que el Dulce y Santísimo Nombre de Jesús es cada día más acallado y silenciado tanto en las palabras como en los gestos y en los signos, no sólo por parte de los enemigos de la fe y de la Iglesia, sino lo que es más triste aún, por parte de los mismos cristianos y de las almas consagradas?
Queridos Hermanos, cuanto más acallado sea el Dulce Nombre de Jesús en todos los ámbitos de la vida pública: escuelas, universidades, hospitales, medios de comunicación, parlamentos y toda clase de entidades públicas, más alto hemos de proclamarlo nosotros, con la firme esperanza de que si nos ponemos de su parte ante los hombres también Él se pondrá de parte nuestra ante su Padre celestial. (Cf. Mt 10, 32). Y dichosos nosotros cuando nos insulten y persigan y con mentira digan contra nosotros todo género de mal por causa del Nombre de Jesús. Felices, entonces, porque nuestra recompensa será grande en el reino de los cielos. (Cf. Mt 5, 11-12) Amén.
Hemos escuchado en la proclamación del santo evangelio como “llegado el día octavo en que debía ser circuncidado el Niño, le pusieron por nombre Jesús”. Pero hemos de reparar en el detalle significativo que nos da el evangelista San Lucas: el nombre que San José y la Santísima Virgen impusieron al Niño fue el mismo nombre que le puso el Ángel, antes de haber sido concebido en el seno materno. (Cf. Lc 2, 21)
El nombre, pues que se había de imponer al Niño no fue dejado a merced de libre elección, sino que fue elegido y decretado por Dios mismo. Así lo manifiesta el Ángel en la Anunciación a la Virgen: “Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin” (Lc. 1, 31-33).
De igual modo, en el momento en que es revelado a San José el misterio de la concepción de Jesús “se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt. 1, 20-21).
En el mundo hebreo la elección del nombre revestía una gran importancia. El nombre era escogido por su significado y expresaba la actividad o el destino de quien lo llevaba. No sólo tenía la función de identificar a la persona, diferenciando así a unos de otros, sino que además tenía una finalidad descriptiva: podía describir circunstancias concretas del nacimiento de la persona, experiencias de sus padres, el porvenir que los padres entreveían para el recién nacido, etc.
El nombre bíblico arameo Ieshúa tiene un doble significado, si bien ambos significados guardan estrecha e íntima relación. Ieshúa significa: “Salvador”, “el que se entrega”. Por lo tanto el Santísimo Nombre de Nuestro Señor Jesucristo hace referencia a su ser y a su misión: Él es el Salvador de los hombres que como Hijo enviado al mundo ha recibido la misión de salvarnos y redimirnos del pecado y de la muerte mediante la entrega y la ofrenda de su propia vida en un holocausto de amor al Padre y a los hombres.
La imposición del nombre corresponde normalmente al padre y a la madre, manifestando así una particular autoridad que llamamos paterna sobre el hijo y un deber de obediencia y respeto de la prole hacia el padre y hacia la madre.
La elección divina del Santísimo Nombre de Jesús nos revela su condición de Hijo del Altísimo y nos preanuncia lo que será su vida, una vida de filial y amorosa sumisión a la voluntad del Padre. Así lo manifestará más tarde Él mismo a sus discípulos: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4, 34)
La Fiesta del Santísimo Nombre de Jesús, nos sitúa pues ante la Persona de Aquél que es nuestro Salvador y Redentor. Nos sitúa ante el Misterio del Hijo de Dios hecho hombre que se entregará hasta la muerte por nosotros, manifestándonos así la profundidad de su amor, pues “Nadie tiene amor mayor que este de dar uno la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).
Jesús significa “el que se entrega”, y en efecto Él “se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en el abismo, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” ( Fil 2, 7-11)
Al celebrar hoy la Fiesta del Dulce Nombre de Jesús no hemos de olvidar que como cristianos participamos de su Santo Nombre. En su Nombre hemos sido bautizados, confirmados y ungidos. Llevamos en nosotros la santa señal del Nombre de Jesús a quien invocamos permanentemente para alcanzar las gracias divinas y los dones celestiales. Es por sus méritos y satisfacciones que tenemos libre acceso al Padre a quien nos dirigimos confiadamente y de quien solicitamos toda gracia y misericordia “por Jesucristo Nuestro Señor”.
Nuestra participación en el Nombre de Jesús, como anticipo y prenda de la participación en su gloria, requiere de cada uno de nosotros la participación amorosa en sus humillaciones, siendo sufridos y resignados. La participación en su obediencia a la voluntad del Padre, sacrificando nuestra voluntad a la suya y sometiendo nuestra libertad a las exigencias de su santa ley. La participación en su fidelidad amorosa al Padre, permaneciendo fieles a nuestras promesas bautismales, fieles a la Santa Madre Iglesia, fieles a nuestra santa fe Católica.
En definitiva, nuestra participación en el Santísimo Nombre de Jesús, en cuanto cristianos, requiere de nosotros que vivamos crucificados con Cristo, y ya no vivamos nosotros, sino que Cristo viva en nosotros. Y aunque vivamos en carne, vivamos en la fe del Hijo de Dios, que nos amó y se entregó por nosotros (Cf. Gal 2, 19- 20)
Al finalizar esta homilía no podemos dejar de constatar con dolor como en nuestro tiempo en nombre de un falso ecumenismo, del relativismo reinante y de un sincretismo religioso execrable se traiciona y se olvida la consoladora verdad de fe que proclama la Epístola de este día tomada del Libro de los Hechos de los Apóstoles. Cumplimos con nuestro deber de sacerdotes y heraldos del Evangelio al recordar a todos que fuera del Santísimo Nombre de Jesús “en ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos salvarnos” (Hch 4, 12).
Al mismo tiempo comprobamos cada día con dolor y con asombro el avance del laicismo en la sociedad: el Nombre de Cristo es proscrito y acallado, la señal de la Santa Cruz es retirada y vilipendiada, desparecen de nuestras calles, hogares y lugares públicos los signos cristianos, la proliferación de la blasfemia y el intento perverso y diabólico de eliminar toda presencia y referencia cristiana de la sociedad.
Y no menos peligroso es el avance del secularismo en el seno mismo de la Iglesia. Un secularismo que se traduce en la proliferación de celebraciones litúrgicas adulteradas, privadas de toda sacralidad y de gestos de adoración a Dios. Un secularismo que se manifiesta en el abandono masivo del hábito religioso y de la vestimenta sacerdotal.
¿Cómo no tener la valentía de denunciar que el Dulce y Santísimo Nombre de Jesús es cada día más acallado y silenciado tanto en las palabras como en los gestos y en los signos, no sólo por parte de los enemigos de la fe y de la Iglesia, sino lo que es más triste aún, por parte de los mismos cristianos y de las almas consagradas?
Queridos Hermanos, cuanto más acallado sea el Dulce Nombre de Jesús en todos los ámbitos de la vida pública: escuelas, universidades, hospitales, medios de comunicación, parlamentos y toda clase de entidades públicas, más alto hemos de proclamarlo nosotros, con la firme esperanza de que si nos ponemos de su parte ante los hombres también Él se pondrá de parte nuestra ante su Padre celestial. (Cf. Mt 10, 32). Y dichosos nosotros cuando nos insulten y persigan y con mentira digan contra nosotros todo género de mal por causa del Nombre de Jesús. Felices, entonces, porque nuestra recompensa será grande en el reino de los cielos. (Cf. Mt 5, 11-12) Amén.
Autor: Xavier Villalta Santísimo Nombre de Jesús | |
Fiesta, 3 Enero | |
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