Así fuera sentir pesada la práctica de la oración mental, pero sería insensato desconocer que no hay ejercicio más razonable, digno y levantado que el de ese género de oración, y que no hay dicha tanta como la de meditar en los asuntos del cielo.
Porque si el ejercicio de las potencias del alma es en el cielo conocer á Dios y gozarle, todo en premio y galardón de una vida de prueba, en la tierra esas mismas potencias no pueden tener otro objeto verdaderamente necesario que el de anticiparse á conocer y desear por mérito, por fe y por amor laboriosos, lo que sólo así puede conocerse y amarse después con la fruición de infinita dicha.
Una sola cosa es necesaria, dícenos el Divino Jesús, y así, quien sabe dar importancia á la meditación de los asuntos de piedad y de su salvación eterna por consecuencia, ése es cuerdo y ése es prudente, los demás son locos, decía con sobrada razón San Agustín en equivalentes palabras.
Por eso los místicos, esos hombres verdaderamente sabios,consideran como asegurada la salvación eterna de aquél que hace oración mental todos los días, siquiera unos cuantos minutos y por el contrario, ven un funesto presagio en la carencia de esa oración en tal otro, por más que ése no aparezca con vicios.
Esto supuesto, si oración mental debemos hacer sopena de perdernos, ; qué oportunidad diaria podemos encontrar mejor, que la que nos ofrece la celeste inventiva del Rosario, aquí que podemos decir poseídos de filial contento: sí, Madre Celestial, sí Hijo Unigénito hecho hombre por nuestra salvación, sí misericordiosa Madre de Jesús y Madre nuestra, ya lo sabemos y nos es grato proclamarlo y saborearlo en nuestros corazones, una sola cosa es necesaria, una sola cosa de vida eterna: conocerte á tí Dios verdadero y á tu Mesías Jesucristo, y á la que es el camino de ese camino
En qué pensamos, en qué nos gozamos, qué podrá salvarnos si no es la meditación de vuestros misterios, oh, Jesús, Oh María. Y en medio de la repetición de la salutación angélica y de esa oración que nuestro Jesús enseña á recitar ante su Madre celestial.
No pueden darse actos más gratos y meritorios, que los que vamos á reseñar brevemente como inventario de santa riqueza. Hélos aquí:
Tu consoladora enseñanza de paciencia en los grandes trabajos con que han de alternar los justos los goces de la virtud.
Contemplamos en seguida esa pasión de Cristo, esa compasión de María, que tanto nos enseñan de las finezas del amor de Dios á los hombres y del tan semejante de la ínclita María, de la enormidad del pecado, del mérito hermoso de la virtud, de la infinidad del premio, de la eternidad del castigo para los observantes o transgresores de la ley, de la conciliación entre la justicia y la misericordia del Dios de toda santidad, contemplamos esa agonía de Jesucristo, que hiere su alma antes de que los hombres piensen quizá todavía cuánto es lo que van á herir su cuerpo, esa agonía en medio de la sublime oración del Huerto, oración y agonía que de lejos acompañó sin duda la gran Madre.
Contemplamos esa escena de Jesús atado á la columna del Pretorio y azotado rabiosamente por la soldadesca romana sobornada por los fariseos, inspirados éstos por el mismo infierno en su diabólica lucha con el Redentor y á la vez la dulcísima Señora, modelo incomparable de mansedumbre y de ternura, no menos que de estupenda fortaleza y abnegación, presente como Reina de los mártires ante el sangriento suplicio.
Enseñanza en que se inspiraron los prodigios de tantos mártires, que muy en breve siguieron y han seguido hasta hoy ese martirio de la Madre de Jesús, contemplamos espectáculo del ensangrentado Divino Reo, mudo por sublime paciencia, sin la arrogancia del estoico ni el abatimiento del cobarde, insigne Varón de dolores tan único en la sublimidad de su paciencia, que sólo un Hombre Dios podía ser como ese justo, escarnecido, befado con la corona de espinas y el harapo de manto real, saludado procazmente por la canalla farisbica y compadecido y adorado con hondos gemidos por la ínclita Reina y los pocos fieles que la acompañan.
El recuerdo diario y solemne de tan grandes favores de nuestro Dios, digno es de hacerse en el Rosario, y admira reconocer en tanta sencillez de institución, tan sublime cumplimiento de lo que no podía menos de reclamar la sabiduría del amor infinito: atizar sin cesar el recuerdo del amor agradecido. Por último, los triunfos del Salvador y de su dulce Madre, con que se cierra la gran empresa de nuestra hermosa redención, se ofrecen al diario y agradecido recuerdo. Jesucristo resucitado, la tempestad disipada, las aguas de amargura reducidas á sus abismos, la heroica Reina de los mártires saludada primero que todos por su glorificado Hijo, y salva ya de tan inaudito sufrir.
La Resurrección, grandioso argumento, incontrastable, contra el cual los enemigos de nuestra santa Religión jamás han hecho sino tartamudear vergonzosas objeciones.
La Resurrección, escuela de celeste gozo en que el amor filial aprende á buscar las cosas de Dios y á olvidar los placeres transitorios de este destierro.
la Ascensión de Jesucristo, á la vista de la Madre y de los discípulos, complemento del gozo de la Resurrección y de sus glorias, principio de un nuevo orden de vida espiritual, de amor más perfecto y meritorio, en que se ama á quien no se ve, sin el aliciente del consuelo sensible de su vista y de sus palabras, nuevo orden de amor en que la Reina de las Vírgenes es constituida como siempre la primera, para nuestro consuelo y enseñanza
Otra gloria:
la Pentecostés, la venida del Consolador, caridad del Padre y del Hijo, Dios como ellos,que es enviado é infundido en el alma de la nueva Iglesia formada de las primicias dichosísimas de los hijos de Dios, de esa Madre que en lugar de Jesús preside humildemente á todos sus discípulos, y que de entonces hasta su tránsito gobernará con modestísima sabiduría en una especie de orden privado, porque el orden público está encargado á Pedro:
Las glorias de la Madre:
el Tránsito y la Asunción de nuestra Reina, cuyo recuerdo es de tan elevada perfección como el de la Resurrección de Jesucristo, en él termina la contemplación de nuestra Madre en su vida sensible, digamos así, á nuestros ojos y á nuestros oídos, y á la vez comienza el ejercicio de ese afecto levantado, al que debemos aspirar los que hemos de salir en breve de este Egipto y tomar posesión del Edén celeste: tiérras esta admirabilísima de recuerdos de meditación, con el definitivo triunfo de María la Madre de la misericordia, constituida Reina de todo lo criado, de los ángeles y de los hombres, y encumbrada entrono á la diestra de su Hijo, en el que no cesará de estar rogando por nosotros, llenando inumerables páginas de los anales de la Iglesia con sus prodigios de piedad para con los justos y aun los más rebeldes pecadores.
¡Qué série de religiosos recuerdos y qué encadenamiento y qué integridad y qué perfección.!
Los grandes favores del cielo con el hombre, los misterios de su creación, redención y glorificación, puestos en forma de ser alabados, agradecidos y aprovechados diariamente.