El tesoro en el que se deposita el corazón define la vida y es señal para conocer la calidad de una persona. Así San Martín se alimentó de la piedad de su tiempo. En su comunidad se vivía con gozo la devoción al Dulce Nombre de Jesús, cuya Cofradía estaba en pleno apogeo. Escuchaba con regocijo muchas y doctas conferencias y sermones. El nombre de Jesús había sido dictado desde el cielo “Darás a luz un Hijo al que pondrás por nombre Jesús”.
San Martín captó su significado y mensaje. Es el nombre que define la misión de Jesús. Es el Salvador. Además de saberse salvado en Jesús, a San Martín le llenó de gozo saber que Santo Domingo era un ferviente devoto de nombre tan santo. Devoción que vio confirmada en los grandes representantes de la Orden, entre los que le era familiar Santa Catalina de Siena. El Papa Gregorio X había confiado a la Orden, ya en 1274, su propagación, por los grandes beneficios espirituales que enriquecían al pueblo de Dios…
La devoción de San Martín al Santísimo Nombre de Jesús, es una eficaz herencia que nos deja a sus amigos. Entre nosotros, que hemos perdido la frescura de la piedad sólida, acaso haya decaído esta secular devoción. No así en países, como Norte América, con millones de afiliados a la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús, y la fuerza evangelizadora que una Provincia dominicana posee en esa nación con el nombre de Jesús, una de cuyas finalidades es erradicar la blasfemia y potenciar las fiestas y culto en honor de Jesús…
Ten en tu corazón el nombre de Jesús. Serás un buen amigo de San Martín.
Fray Francisco Arias, O.P., extraído de “El nombre sobre todo nombre”. Revista Amigos de Fray Martín, nº546 (Marzo-Abril, 2014)
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El Niño Dios recibió el nombre de Jesús, dulcísimo nombre que encierra toda la grandeza y toda la humildad de Dios-Hombre ¡Nuestro Salvador!, que sólo Cristo, Dios y hombre, puede realizar. Nombre que debe ser pronunciado con el más profundo respeto, con el amor puesto en los labios, y cuyo eco, repetido en el silencio del alma la llena de felicidad.
Ya San Francisco de Asís, el Serafín de Alvernia, se pasaba el día repitiendo y paladeando el “¡Jesús meus et omnia!” ¡Cuántos labios lo han pronunciado en la alegría, en el dolor, en la fe, en la esperanza, ante los perseguidores, en el pretorio, en la arena, en el suplicio, ante la seducción, en el silencio del corazón, o en las tormentas de la vida! ¡Que lo pronuncie y en transportes de júbilo y de agradecimiento lo repita toda la Humanidad redimida! ¡Que sea la panacea y el sello y la consigna de toda nuestra vida cristiana
Es dulce el recuerdo de Jesús,
que da verdaderos gozos al corazón
pero cuya presencia es dulce
sobre la miel y todas las cosas.
Nada se canta más suave,
nada se oye más alegre,
nada se piensa más dulce
que Jesús el Hijo de Dios.
¡Oh Jesús!, esperanza para los penitentes,
qué piadoso eres con quienes piden,
qué bueno con quienes te buscan,
pero ¿qué con quienes te encuentran?
¡Oh Jesús!, dulzura de los corazones,
fuente viva, luz de las mentes
que excede todo gozo
y todo deseo.
Ni la lengua es capaz de decir
ni la letra de expresar.
Sólo el experto puede creer
lo que es amar a Jesús.
¡Oh Jesús! rey admirable
y noble triunfador,
dulzura inefable
todo deseable.
Permanece con nosotros, Señor, ilumínanos con la luz, expulsa la tiniebla de la mente llena el mundo de dulzura. Cuando visitas nuestro corazón entonces luce para él la verdad, la vanidad del mundo se desprecia y dentro se enardece la Caridad. Conoced todos a Jesús, invocad su amor, buscad ardientemente a Jesús, inflamaos buscándole.
¡Oh Jesús! flor de la Madre Virgen, amor de nuestra dulzura a ti la alabanza, honor de majestad divina, Reino de la felicidad.
¡Oh Jesús! suma benevolencia, asombrosa alegría del corazón al expresar tu bondad me urge la Caridad. Ya veo lo que busqué, tengo lo que deseé en el amor de Jesús desfallezco y en el corazón todo me abraso.
¡Oh Jesús, dulcísimo para mí!, esperanza del alma que suspira te buscan las piadosas lágrimas y el clamor de la mente íntima. Sé nuestro gozo, Jesús, que eres el futuro premio: sea nuestra en ti la gloria por todos los siglos siempre. Amén.
(Oficio de Vísperas)
¡Oh Jesús! flor de la Madre Virgen, amor de nuestra dulzura a ti la alabanza, honor de majestad divina, Reino de la felicidad!
La historia de la devoción al Dulce Nombre de Jesús proviene del 20 de Septiembre del año 1274 (durante el Concilio de Lyon), cuando el Pontífice Gregorio X dictó una Bula encaminada a desagraviar los insultos que se manifestaban contra el Nombre de Jesús. Las órdenes de Santo Domingo de Guzmán (Dominicos) y Franciscana fueron las encargadas de custodiar y extender dicha devoción por toda Europa.
Así, Gregorio X escribió una carta a Juan de Vercelli, el entonces Superior General de los Dominicos, donde declaraba, “nos, hemos prescrito a los fieles… reverenciar de una manera particular ese Nombre que está por encima de todos los nombres…”.
Este acto resultó en la fundación de la Sociedad del Santo Nombre. Se decía que el Nombre de Jesús estaba en la boca de San Francisco “como la miel en el panal”, sentenciando además que: “ningún hombre es digno de decir Tu Nombre”.
San Buenaventura exclamaría al respecto, “¡Oh, alma, si escribes, lees, enseñas, o haces cualquier otra cosa, que nada tenga sabor alguno para ti, que nada te agrade excepto el Nombre de Jesús!”.
Asimismo, San Bernardo escribió sermones enteros sobre el Nombre de Jesús y dijo: “Jesús es miel en la boca, melodía en el oído, un canto de delicia en el corazón”: Con razón se llama el dulcísimo nombre de Jesús “óleo saludable”, porque verdaderamente es óleo que alumbra cuando la caridad le enciende; óleo que nutre cuando el corazón le gusta; óleo que sana cuando la devoción le aplica.
Todo alimento del alma, que no esté empapado en ese óleo es seco; toda comida espiritual, que carezca de este condimento, es insípida. No hallo gusto en los libros, si no encuentro en ellos el nombre de Jesús. Me fastidian las conversaciones, si el nombre de Jesús no se repite en ellas con frecuencia. Este nombre es miel para mi boca. No hay sonido más armonioso a mis oídos; ¿ni qué cosa puede haber más dulce para el corazón? ¿Estás triste? Pues traslada el nombre de Jesús desde el corazón a los labios, y verás que presto las nubes se disipan, vuelve la serenidad, y se descubre el bello día. ¿Te inducen a desesperación los remordimientos de tu conciencia, y te estremece la espantosa vista de tus enormes pecados?
Ea, pronuncia el dulcísimo nombre de Jesús, y verás cómo revive la confianza, y el tentador se pone en vergonzosa fuga. A sólo el nombre de Jesús se desarma todo el infierno junto.
Él es el que hace derramar en la oración lágrimas tan dulces.
Él es el que infunde tanto aliento en los mayores peligros.
¿Quién invocó jamás este adorable nombre que no fuese prontamente socorrido? ¿Quién se vio nunca combatido de las pasiones más violentas, o atacado de sus más furiosos enemigos, que invocando este dulcísimo nombre, no hubiese conseguido una completa victoria?
Nombre de valor en los combates; nombre de luz en los peligros; nombre de consuelo en los trabajos; nombre de salud a la hora de la muerte para todos los que le tienen grabado en el corazón.
San Bernardo
Cristo se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le ensalzó y le dio un nombre que está por encima de todo nombre, para que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doblegue, de los que moran en los cielos, en la tierra y en los infiernos.
Jesús, es, pues, el nombre adecuado, personal y propio del Verbo Encarnado. Todo lo que es nuestro Redentor está encerrado en este nombre. Jesús y nada más que Jesús ha sido Jesús para nosotros. “Por ningún otro hay salvación: porque tampoco hay ningún otro nombre concedido a los hombres bajo el cielo por el que podamos salvarnos”, dice San Pedro.
No hay, por lo tanto, en la tierra ni en el cielo nombre más venerando, más augusto ni más dichoso. “Al oírlo -dice San Pablo- se postran reverentes los cielos, la tierra y los infiernos: se arrodillan en el cielo los que por Nuestro Señor se salvaron, en la tierra los que de El están recibiendo la salvación, y en los abismos los que por no haberse querido salvar en El por amor, están ahora perdidos para siempre y sujetos a su majestad por temor.”
El poeta Prudencio lleno de fe y de entusiasmo cristiano, un poeta que se complace visiblemente en poner toda su inspiración y todo su arte maravilloso a los pies de Cristo, a quien canta con encendidísimos acentos de amor, no se cansaba de adorar el nombre bendito de Jesús:
¡Oh nombre, más que dulce para mí,
luz y esplendor y esperanza
y defensa mía!
¡Oh descanso seguro en los trabajos,
dulce sabor en la boca,
perfumada fragancia,
fuente que corre,
casto amor,
hermosa representación,
sincero placer!…”
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