DÍA DIECISÉIS
La Sangre Preciosísima de Jesucristo nos abre la entrada en el Paraíso
Quiso con esto, dice San Pablo, que llenos de confianza en la Sangre de Jesucristo pudiésemos caminar por el camino que nos ha abierto, este camino vivo y oculto que no es otro que su carne. Nos ha abierto con su Sangre la entrada al reino de la bienaventuranza; para entrar en él, es necesario pasar desde luego por el mar de la misericordia que es esta Sangre de salud eterna; y del mismo modo que los israelitas, para entrar en la tierra de promisión, debían pasar el mar Rojo o de Erytrea, así aquel que quiere penetrar en la celestial Jerusalén debe primero sumergirse en el mar inmenso de la Sagrada Sangre de Jesucristo.
Nada más exacto. El alma que en el curso de la vida se ha purificado continuamente en esta Sangre inocente, y la ha ofrecido frecuentemente al Eterno Padre, y se ha alimentado muchas veces con Ella en la Santa Comunión, y de Ella ha sido penetrada por la participación de los demás Sacramentos llegará seguramente por este mar de misericordia al puerto de salvación eterna. Y ¿quién será el que no quiera aprovecharse de Ella?
II. Otro motivo de consuelo que debe hacer nacer en nuestros corazones la confianza más viva de tener algún día entrada en el Paraíso, gracias a esta Sangre divina, nos le sugiere San Agustín. Después de haber llamado a la Sangre de Jesucristo la prenda de su amor y de nuestra salvación, las palabras que añade son muy propias para inflamar los corazones todos con una gloriosa esperanza fundada en la Sangre del Redentor: «Jamás abriguéis la idea de que no seréis admitidos a la eterna felicidad, porque la Sangre de Cristo es más que la gloria del Paraíso.
Si, pues, tenemos la posesión de un bien más precioso, cual es la Sangre del Salvador, debemos esperar el obtener un bien menor, cual es la bienaventuranza eterna.»
¡Oh palabras consoladoras! No sé si puede presentarse un motivo más poderoso de consuelo a un alma inquieta y tímida que se vea agitada por la incertidumbre de su salvación. Tenéis entre vuestras manos la Sangre Preciosísima de Jesucristo, dice el Santo doctor; no temáis, la gloria celestial os espera. Si Dios os ha dado el don mayor, ¿por qué teméis que Dios os niegue el menor? ¡Ah! reanimad, reanimad en vosotras, almas devotas de la Sangre Preciosa de Jesús, la más firme esperanza de vuestra Salvación eterna.
COLOQUIO
¡Amable Jesús mío! ¡Qué gozo inunda mi corazón en tan dulces pensamientos, y qué confianza tan viva de salvación concibe mi alma a vuestra vista, oh Jesús mío Crucificado! porque veo correr de esas llagas sagradas el precio de mi salvación y ese oro inestimable que me permite comprar el Paraíso.
COLOQUIO
¡Amable Jesús mío! ¡Qué gozo inunda mi corazón en tan dulces pensamientos, y qué confianza tan viva de salvación concibe mi alma a vuestra vista, oh Jesús mío Crucificado! porque veo correr de esas llagas sagradas el precio de mi salvación y ese oro inestimable que me permite comprar el Paraíso.
Sí, yo espero y quiero recibirle de Vos por los méritos de esa Sangre Preciosa, que no solamente es la prenda de vuestro amor, sino también mi rescate y mi redención. En virtud de esa Sangre Preciosa, yo me haré superior a los obstáculos que presenta el camino de la salvación, venceré las tentaciones, domaré las pasiones y obtendré la gracia de perseverar en el bien hasta la muerte.
Esta esperanza, oh Dios mío, haced que esté siempre viva, y haga que mi alma se mantenga siempre firme en vuestro divino servicio y en vuestro santo amor hasta el último suspiro de mi vida; y a través de las olas borrascosas de este mar pérfido del mundo, haced que no naufrague, sino que lleno de esperanza y de buenas obras arribe al puerto de la salvación eterna mediante la virtud y justicia de vuestra gracia, que imploro por esa vuestra Sangre.
EJEMPLO
Suplicando Santa Matilde al Señor concediese un dichoso tránsito a una persona piadosa, el Señor la consoló diciéndola: «¿Qué piloto hay que después de haber conducido hasta el puerto la nave cargada de mercancías, la arroje al mar en el momento de arribo? ¿Cómo, pues, puedes pensar que habiendo protegido a esta alma durante el curso de su vida, ahora que al cabo de sus días ha llegado al puerto, piense yo en abandonarla?» Así, aquel que ha navegado siempre en ese mar inmenso de esa Sangre preciosa de salud, no podrá ser privado al fin de esta vida en este mundo del don inestimable de esa misma Sangre que es la vida eterna.
JACULATORIA
Padre Eterno os ofrezco la Sangre de Jesucristo en rescate de mis pecados y por las necesidades de vuestra Iglesia.
INDULGENCIA
El Soberano Pontífice Pío VII concedió cien días de Indulgencia por cada vez que se diga la anterior jaculatoria. Así consta del rescripto que se conserva en los archivos de los Padres Pasionistas de Roma.
Esta esperanza, oh Dios mío, haced que esté siempre viva, y haga que mi alma se mantenga siempre firme en vuestro divino servicio y en vuestro santo amor hasta el último suspiro de mi vida; y a través de las olas borrascosas de este mar pérfido del mundo, haced que no naufrague, sino que lleno de esperanza y de buenas obras arribe al puerto de la salvación eterna mediante la virtud y justicia de vuestra gracia, que imploro por esa vuestra Sangre.
EJEMPLO
Suplicando Santa Matilde al Señor concediese un dichoso tránsito a una persona piadosa, el Señor la consoló diciéndola: «¿Qué piloto hay que después de haber conducido hasta el puerto la nave cargada de mercancías, la arroje al mar en el momento de arribo? ¿Cómo, pues, puedes pensar que habiendo protegido a esta alma durante el curso de su vida, ahora que al cabo de sus días ha llegado al puerto, piense yo en abandonarla?» Así, aquel que ha navegado siempre en ese mar inmenso de esa Sangre preciosa de salud, no podrá ser privado al fin de esta vida en este mundo del don inestimable de esa misma Sangre que es la vida eterna.
JACULATORIA
Padre Eterno os ofrezco la Sangre de Jesucristo en rescate de mis pecados y por las necesidades de vuestra Iglesia.
INDULGENCIA
El Soberano Pontífice Pío VII concedió cien días de Indulgencia por cada vez que se diga la anterior jaculatoria. Así consta del rescripto que se conserva en los archivos de los Padres Pasionistas de Roma.