DÍA CUARTO
I. Uno de los más deplorables efectos que el pecado produce en nuestra alma es el hacerla esclava de las pasiones y del demonio, esclavitud que es la más dura y triste de todas. La hace esclava de las pasiones, porque cada cual es esclavo de todo adversario que ha vencido sobre él: a quo enim quis superatus est, hujus servus factus est, y en otra parte leemos: Qui facit peccatum servus est peccati: “aquel que comete el pecado se hace esclavo del pecado.”
Nos hace esclavos del demonio, porque consentir en sus malas sugestiones es someterse a su tiránico yugo bajo del cual la pobre alma está sujeta a una vergonzosa dependencia, y de los pecadores puede decirse que están sumisos a la voluntad del demonio: a quo captivi tenentur ad ipsius voluntatem.
Pues bien, la Sangre de Jesucristo nos libra del oprobio de semejante esclavitud; nos libra del yugo de las pasiones, domándolas y reprimiéndolas por los méritos del Hijo de Dios que ha derramado esta Sangre Preciosísima; nos libra del demonio, porque le derriba y le aterra y hablando de esta Sangre divina puede decirse con verdad: et nunc princeps hujus mundi ejicietur foras. ¡Mira pues, oh alma mía, qué fuente de riquezas y de bienes brota de esa Sangre Preciosísima!
II. Y, oh Dios mío, cuán admirablemente indicadas están todas estas verdades en aquellas palabras de la Sabiduría bendiciendo el leño donde se efectuó la justicia: Benedictum lignum, per quod fit justitia. Por esta justicia conviene entender la paga rigurosa que Jesucristo ha satisfecho sobre el madero de la Cruz para rescatar las almas de la servidumbre del demonio, borrar la sentencia de nuestra condenación eterna, y a costa de su Sangre procurarnos la libertad de hijos de Dios.
Ved ahí cómo San Ambrosio explica el texto que hemos citado: “A la justicia es a la que la Santa Escritura atribuye el perdón de los pecados; porque Nuestro Señor Jesucristo, puesto sobre esta Cruz, ha crucificado la sentencia de nuestros pecados, y con su Sangre ha purificado al mundo entero.” Pero ¿nos aprovechamos de esta franquía que la Sangre de Jesucristo nos ha merecido? ¿Vivimos como verdaderos hijos de Dios? ¡Ay! ¡Cuántas veces y voluntariamente volvemos a tomar estas duras cadenas de cuyo yugo nos libró Jesucristo!
Aquel que deja dominar su corazón de las malas pasiones, el que consiente en las tentaciones del demonio, se hace él mismo esclavo del demonio. ¿No sabemos, pues, de qué manera este grande enemigo trata a las almas? ¿No sabemos los remordimientos, las amarguras, las aflicciones de espíritu de que son abrevadas las almas que militan bajo sus banderas? Y si alguna vez con una pérfida dulzura viene a presentar a nuestros labios la copa envenenada del placer, ¿no sabemos que nuestros labios han de sacar de ella la muerte? ¡Oh! estas cadenas son demasiado duras: rompámoslas, en fin, y gocemos de la libertad que Jesús nos ha adquirido con el precio de su Sangre.
COLOQUIO
¡Ay! ¡Jesús mío! si considero lo enorme de mis faltas y el triste estado a que me han reducido, ¡oh! ¡Y cuánto tengo que temer! Mis innumerables iniquidades me parecen otras tantas cadenas; pero si vuelvo mis miradas hacia el precio de la redención con que Vos habéis pagado por mí sobre la Cruz, ¡qué dulce confianza concibe entonces mi corazón y cuán fuerte es la esperanza que se apoya sobre tal fundamento! Merito mihi spes valida in illo est. Exclamaré con San Agustín.
Sí, en esto pondré toda mi esperanza. El peso incalculable y la inmensidad de mis pecados precipitarían mi alma en el abismo de la desesperación, si Vos no me excitaseis a la confianza y al perdón, oh divino Salvador mío; si no os viese sentado a la diestra de vuestro Padre celestial ofreciendo todos los días vuestra propia Sangre por mí, miserable pecador.
Esa Sangre que me ha redimido y me ha librado tantas veces del infierno, yo tengo confianza en Ella, y ningún temor me inspiran mis enemigos: Ille tuus unicus redemit me sanguine suo, diré también con confianza: non calumnientur me superbi, quonian cogito pretium meum. No, la multitud de mis pecados no me espanta cuando pienso en el precio de mi salvación, que es vuestra Sangre, oh amable Salvador mío: quonian cogito pretium meum.
EJEMPLO
Santa Catalina de Sena, por sus dulces palabras, obtuvo de un noble joven de Perusa, llamado Nicolás, que sufriese con resignación una sentencia de muerte que le parecía injusta. Decíale la Santa: “Irás a la muerte rociado con la Sangre preciosísima del Hijo de Dios, y morirás con el dulce Nombre de Jesús en tus labios” y de esta suerte le libró del grande dolor y del horror que tenía de ser decapitado, y del temor de no poder perseverar hasta el último momento en su resignación.
Hizo aún más la Santa: quiso ella misma asistirle en su último momento. Verificólo en efecto, exhortándole a acordarse de la Sangre del Cordero divino, y el joven no cesaba de repetir: “Jesús mío, yo os amo; Jesús, Jesús.”
Así murió, y cuando la cabeza fue separada del cuerpo, Catalina fijando los ojos en el cielo, vio a Jesucristo que conducía a esta alma dichosa al reino eterno.
(Vida de esta Santa por Frigerio)
JACULATORIA
Eterno Padre, os ofrezco la Sangre de Jesucristo en rescate de mis pecados y por las necesidades de la Iglesia.
INDULGENCIA
El Soberano Pontífice Pío VII concedió cien días de Indulgencia por cada vez que se diga la anterior jaculatoria. Así consta del rescripto que se conserva en los archivos de los Padres Pasionistas de Roma.