Morirás de muerte





Es frecuente que en los conventos 
se preparen para la muerte.

Nosotros no tenemos tiempo de hacerlo,
pero, a pesar de todo, 
estamos sabiamente preparados.

Es la vida la que nos prepara para morir  
y conoce bien su oficio.
Basta con escucharla, verla, seguirla...

Ella nos explica la muerte poco a poco. 
o de golpe, según qué días.
Unas veces, sin hacernos ningún daño.
Otras, dislocándonos de dolor.

Unas veces, subrayando 
nuestras pequeñas muertes cotidianas,
otras, golpeándonos con la muerte 
de aquellos a los que amamos 
más que a nosotros mismos.

La muerte se aprende cuando, 
al peinarnos por la mañana,
se nos caen ios cabellos;
cuando perdemos el diente
 que nos ha dolido tanto tiempo;
cuando se nos forman patas de gallo;
cuando podemos decir, 
al contar algunos pequeños recuerdos,
«hace diez o veinte o treinta años...»;

cuando cada año vienen con unas flores
 a desearnos feliz cumpleaños,
unas flores que tienen un ligero 
aire a cementerio
y que celebran ese año menos 
antes del último de nuestros años.

La muerte se aprende en cada encuentro 
con quienes nos conservan 
nuestra infancia
y para los cuales seguimos siendo pequeños;
la memoria que flaquea; 
la inmovilidad progresiva...;
aspectos humanos ocupados 
de antemano por la muerte.

Cada vez que volvemos
 al país de nuestra juventud,
se reduce la lista de las visitas a los vivos
y se alarga la visita a las tumbas.

La muerte se aprende en cada adiós definitivo 
a los seres queridos.

Porque, aun cuando la fe y la esperanza unidas,
e incluso nuestra caridad para con ellos,
afirman nuestra alegría 
por saber que han llegado,
nosotros nos quedamos 
con nuestra sangre que protesta,
con nuestra carne abierta, herida, 
nuestra carne a la que parece 
que han matado una gran parte,
y ese horror de la tierra, de la tiniebla y del frío,
que hizo llorar al propio Jesús.

La muerte se aprende cierta noche 
entre la vigilia y el sueño.
Nos revela que está al acecho,
 acurrucada dentro de nosotros,
nos echa su aliento a la cara 
como para irnos habituando,
y nos sorprende tener tanta necesidad de valor.

No es preciso ser poeta 
para aprender la muerte,
cada noche, cada octubre, 
con el viejo perro al que hay  que sacrificar,
y esos extraños pequeños cadáveres 
de ratones y lagartos,
aplastados sobre el asfalto 
por las ruedas de los coches.

La vida es nuestra maestra de muerte.
Pero, a su vez, la muerte se convierte
 en maestra de vida
para nosotros que conocemos 
la penitencia humana.

Como la madre que sufre 
el alumbramiento de lo que nace,
como el padre suda para alimentar
 al niño que vive,
así llevamos nuestra muerte empezada
y pronto terminada
como nuestro propio y definitivo alumbramiento.

Pero se trata de nacer bien 
cada vez que morimos,
de nacer un poco cuando morimos un poco,
y de nacer mucho cuando morimos mucho.

Se trata, en este trato con la muerte,
de aprender a tratar con la vida.

Se trata de virar hacia lo eterno,
como el negativo de una película,
en el que todo lo negro se vuelve blanco.

Se trata de abrir nuestros ojos de la fe
allí donde nuestros propios ojos están cegados.

Del mismo modo que al mirar nuestro jardín
no nos consterna el amarillear de una brizna de hierba,
interesémonos lo bastante 
por los «siglos de los siglos»
como para que el tiempo de nuestra vida 
nos sea indiferente
y para que todo lo que amamos 
esté ya transferido
a una eternidad tranquila.

Así aprenderemos a morir de muerte
para vivir de auténtica vida.


Madeleine Delbrêl