Es frecuente que en los conventos se preparen para la muerte. Nosotros no tenemos tiempo de hacerlo,pero, a pesar de todo, estamos sabiamente preparados. Es la vida la que nos prepara para morir y conoce bien su oficio.Basta con escucharla, verla, seguirla... Ella nos explica la muerte poco a poco. o de golpe, según qué días.Unas veces, sin hacernos ningún daño.Otras, dislocándonos de dolor. Unas veces, subrayando nuestras pequeñas muertes cotidianas,otras, golpeándonos con la muerte de aquellos a los que amamos más que a nosotros mismos. La muerte se aprende cuando, al peinarnos por la mañana,se nos caen ios cabellos;cuando perdemos el diente que nos ha dolido tanto tiempo;cuando se nos forman patas de gallo;cuando podemos decir, al contar algunos pequeños recuerdos,«hace diez o veinte o treinta años...»; cuando cada año vienen con unas flores a desearnos feliz cumpleaños,unas flores que tienen un ligero aire a cementerioy que celebran ese año menos antes del último de nuestros años. La muerte se aprende en cada encuentro con quienes nos conservan nuestra infanciay para los cuales seguimos siendo pequeños;la memoria que flaquea; la inmovilidad progresiva...;aspectos humanos ocupados de antemano por la muerte. Cada vez que volvemos al país de nuestra juventud,se reduce la lista de las visitas a los vivosy se alarga la visita a las tumbas. La muerte se aprende en cada adiós definitivo a los seres queridos. Porque, aun cuando la fe y la esperanza unidas,e incluso nuestra caridad para con ellos,afirman nuestra alegría por saber que han llegado,nosotros nos quedamos con nuestra sangre que protesta,con nuestra carne abierta, herida, nuestra carne a la que parece que han matado una gran parte,y ese horror de la tierra, de la tiniebla y del frío,que hizo llorar al propio Jesús. La muerte se aprende cierta noche entre la vigilia y el sueño.Nos revela que está al acecho, acurrucada dentro de nosotros,nos echa su aliento a la cara como para irnos habituando,y nos sorprende tener tanta necesidad de valor. No es preciso ser poeta para aprender la muerte,cada noche, cada octubre, con el viejo perro al que hay que sacrificar,y esos extraños pequeños cadáveres de ratones y lagartos,aplastados sobre el asfalto por las ruedas de los coches. La vida es nuestra maestra de muerte.Pero, a su vez, la muerte se convierte en maestra de vidapara nosotros que conocemos la penitencia humana. Como la madre que sufre el alumbramiento de lo que nace,como el padre suda para alimentar al niño que vive,así llevamos nuestra muerte empezaday pronto terminadacomo nuestro propio y definitivo alumbramiento. Pero se trata de nacer bien cada vez que morimos,de nacer un poco cuando morimos un poco,y de nacer mucho cuando morimos mucho. Se trata, en este trato con la muerte,de aprender a tratar con la vida. Se trata de virar hacia lo eterno,como el negativo de una película,en el que todo lo negro se vuelve blanco. Se trata de abrir nuestros ojos de la feallí donde nuestros propios ojos están cegados. Del mismo modo que al mirar nuestro jardínno nos consterna el amarillear de una brizna de hierba,interesémonos lo bastante por los «siglos de los siglos»como para que el tiempo de nuestra vida nos sea indiferentey para que todo lo que amamos esté ya transferidoa una eternidad tranquila. Así aprenderemos a morir de muertepara vivir de auténtica vida.
Madeleine Delbrêl |
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