LA obra por excelencia de los atributos divinos, el gran drama, el drama de los siglos, ocupa ya la escena suprema: el misterio de la cruz va á desplegarse ya en el Calvario; con palabras de entusiasmo tiernísimo lo canta así la Iglesia en la gran fiesta del Viernes Santo.
"¡Oh cruz fiel: tú eres entre todos los árboles el más ilustre. Ningún bosque ha producido otro semejante en la hoja, en la flor ni en el fruto.
Dulce madero, que con dulces clavos sostienes dulce peso!'"
"¡ Canta, oh lengua, la victoria del más glorioso combate: di el ilustre triunfo que el Salvador del mundo alcanzó con la cruz; y cómo venció siendo sacrificado!"
Aquel sacrificio figurativo de Isaac llevado á otro vecino monte del Gólgota, como víctima inmolada sólo en intención, y al fin no ofrecida en la realidad, sino sustituida por el Cordero que á su vez fué figurativo, es hoy consumado con una realidad de proporciones infinitas.
Aquel deseo inaudito, aquella vehemencia de caridad que hacían decir á Jesús de un bautismo que tenía en ansias, de un trono de cruz ante el cual se verían atraídas todas las cosas, los vemos satisfechos al fin.
¡Jerusalem, Hijas de Sión, ved ya al Rey de Reyes, que va á ascender á su trono! ¡Y tú, Potentísimo, cumple los votos del celeste Padre, cíñete la espada del Dios de los ejércitos, que tu diestra te sacará avante á maravilla!
¡Oh Cristo Jesús piadosísimo, éstas fueron las profecías que tanto exaltaban el alma de tu Padre David, inspirado del Dios de los cielos, verdadero Padre de tí su único Hijo y verdadero Dios como El! ¿Es así como cumples lo que los siglos esperaron en la Tierra y en las Alturas... ?
¡oh pueblo mío! ¿qué pude hacer que por tí no hiciese? Mirad, pues, al Cordero ante la cruz en que van á clavarle á la vista de la Reina dolorosa, de las santas mujeres, de los ocultos fieles que aper as se distinguen entre la multitud de enemigos que quieren devorarle: "Recibe, ¡oh Padre Santo! omnipotente y sempiterno Dios, esta Hostia que yo ofrezco á tu Realeza, á tu justicia, por todos los pecados de mis hermanos; esta Hostia que soy yo mismo tu Hijo que engendraste antes de los siglos y al que adaptaste alma y cuerpo para ofrecerte este sacrificio, que te he propuesto para hacer en todo tu voluntad santísima."
¡Cuántos dolores en esa crucifixión á la vista de la Madre! ¡jesús extendiendo sus manos en el cruel Madero con asombrosa mansedumbre, llena de dignidad, de sincera paciencia, de santísima inocencia, de divino amor!
¡Dios y hombre verdadero es ese nuevo Jacob, ese perfectísimo Varón de dolores! Coronado como siempre de espinas que vuelven á chorrear sangre, recibe en su mano diestra, ese primer golpe del martillo con que el clavo se la traspasa, ese primer golpe que causa en la ínclita Madre un dolor mortal, que Ella soporta como ha soportado y soportará más, no sólo por la fortaleza de su alma, sino por la milagrosa asistencia divina.
Entre dos ladrones crucifican al Hijo de la Reina, y éstos le blasfeman imitando la ceguedad satánica de la plebe azuzada de los fariseos. Esta es la inauguración del Mesías régio, del Santo de los santos en su trono triunfal.
Pero ¡oh! no desmayemos y antes añadámosle; aún no está completa la gran obra del dolor, de la locura, del amor divino. El Hijo necesita aun el dolor de ver á su Madre Santísima en tortura como la suya, es decir, ante él contemplando sus atroces tormentos; y la Madre estará pronta.... ¡Allí está!
Cuando ya el colmo en la tormenta y la misma audacia del sacrilegio ponen en confusión ese oleaje de rabiosos enemigos, que acallan y sofocan el rumor de lamentos de los buenos y de llanto de las santas mujeres, viene un momento en que la calma se establece para que la voz de la víctima sea objeto de atención de todos ¿Habéis oido? ¿qué es lo que está diciendo el Nazareno? "¡Padre, perdónales porque no saben lo que hacen!"
Esta palabra nunca se oyó antes de Jesucristo. ¡ Hé aquí á Dios! ¡Este es Dios! Pilatos nos había mostrado al " Hombre."
Mas ya este " Hombre" que desde entonces bien debía ser reconocido por el Hijo de Dios, no puede menos de darse á conocer por hombre divino, por el Cordero de Dios. "
Y oido fué por su gran valer (exauditus est pro sua reverentia); pues que, muchos de ellos en la Pentecostés, arrepentidos á la predicación de Pedro, se convierten al Cristo (como se lee en los hechos de los Apóstoles, cap. Con esas palabras nos enseña también Jesucristo, á orar por nuestros enemigos y á hacer bien á nuestros perseguidores, venciendo así el mal con el bien.
A Jesucristo imitó San Estéban cuando al ser apedreado, arrodillándose oraba diciendo: ¡Señor, no les imputes este pecado!" ¡Qué frutos tan valiosos y hermosos no va ya recogiendo en esa palma de la cruz el Esposo divino! Apenas pasen cincuenta días, Jerusalem producirá abundante cosecha de cristianos de entre esos mismos perseguidores de hoy.
¡"Ese ladrón, dice San Agustín, aun no llamado y ya elegido; todavía ni siervo ó criado, y ya amigo; todavía ni discípulo, y ya maestro; de ladrón, confesor; pues aunque la pena de su crucifixión había empezado á recaer en un ladrón, vino á consumarse, mudando de género, en un mártir!"
"Conmigo estarás hoy en el paraíso," dice el divino Verbo crucificado, al ladrón crucificado, apenas este dichoso robador del cielo ha pedido merced al infinito Rey, apenas ha comenzado á arrepentirse de su atroz pasado y á decir á su compañero: "¿Ni aun tú temes á Dios, estando como estás en el mismo suplicio? Nosotros á la verdad estamos en él justamente, pues pagamos la pena merecida por nuestros delitos; pero éste ningún mal ha hecho. Señor jesús, acuérdate de mí cuando hayas llegado á tu reino."
¡Qué pequeños somos tantos pecadores cuyas faltas sin ser penadas con suplicio humano, merecen quizá suplicio eterno y eterna difamación! Y no se necesita mucha humildad para rogar á ese dichoso convertido de última hora, interceda por nosotros miserables, que en una larga vida de dudosa rectitud nos creemos justificados, sin estarlo quizá por nuestra tibieza.
Poderosísima la caridad de nuestro Dios en hacer, de las piedras, hijos de Abraham, con razón administró en siete memorables palabras, con majestad tanta y con toda la grandeza y la infinidad de un Dios hecho hombre, lo que, un rey así, puede administrar en un patíbulo:
Primero. Perdonar á sus perseguidores y verdugos en el momento de llegar á lo sumo los agravios; Segundo. Convertir el corazón y mudar de facineroso en santo, y regalarle el cielo áun compañero de suplicio;
Tercero. Dejar por Madre del género humano á la misma Madre de Dios;
Cuarto. Consagrar con las palabras mismas de la ley, su gran sacrificio: "Dios , Dios mío! ¿por qué me has desamparado? principio de la gran oración profetizada en el Salmo XXI, santa liturgia de la Sinagoga, santa liturgia de la gran Iglesia cristiana;
Quinto. Volver á hablar de esa gran sed de tormentos, de sacrificio, que abrasará el mundo en fuego de caridad omnipotente;
Sexto. Decretar aquella consumación de sucesos de que, la divina Víctima, ha sido el preparador desde antes de los siglos, quien marcará su apogeo en ese día de Redención y quien llevará á cabo en los tiempos, de la ley de gracia su fructificación hasta la consumación última de los tiempos;
y Séptimo. Después de ese decreto.... doblar la ínclita cabeza, para morir tan voluntaria y libremente, que al hacerlo da un grito supremo con sonora palabra: "¡ Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!" palabra en admirable concierto con aquellas otras del mismo Verbo poderoso, aludiendo á una resurrección tan segura y cierta como ha sido cierto el morir por propia voluntad: "ninguno me quita la vida, yo soy el que por mí mismo la dejo y tengo potestad de volver á tomarla," á lo que aludía siglos antes la profecía en el final del Salmo IV: "Mas yo, Dios mío, dormiré en paz y descansaré en tus promesas."
¡Bendito sea nuestro Dios, Dios de verdad y de amor! ¡Benditas las entrañas que le concibieron, benditos los pechos que le alimentaron! Sea, pues, toda nuestra riqueza y el objeto de dichosísima codicia, Jesucristo clavado en la cruz.
La gran palabra de San Pablo, la gran palabra de San Bernardo, la gran palabra de San Francisco, hagámosla nuestra: "No quiero otra ciencia que saber á Jesucristo, y éste, crucificado; no quiero otra riqueza, no quiero otro consuelo.
Si supiere á Cristo, y éste, crucificado, lo entenderé todo, todo lo sabré; si conmigo, si en mi corazón le tuviere, todo lo tendré, no me faltará nada; si él me asistiere, nada temeré, ni se me dará nada de que todos estén centra mí."
¡Oh Verbo divino! ¡oh Hijo de María! ¡oh Madre de Jesucristo crucificado! no nos dejéis sin participio en ese reino en que los grandes pecadores tienen, por eso, el mejor título si os compadecéis de ellos, para que os sirváis admitirlos.