Fuente: Bonaerges
Nuestro Señor Jesucristo ha querido lavar nuestras manchas con Su sangre; con Su sangre ha querido pagar nuestras deudas; con Su sangre ha querido romper nuestras cadenas. Con Su sangre nos purificó, rescató y liberó. Aceptó Él la muerte temporal para preservarnos de la eterna; perdió la vida del cuerpo para darnos a nosotros la del alma. Derramó Su sangre, ¡toda Su sangre! ofreciéndola como precio de nuestra rehabilitación, perdón y salvación. Así de inmenso fue Su sacrificio, y así nuestras ventajas. Así de caras resultaron nuestras almas, y ante tan valioso rescate solemos mostrar una tibia e insignificante gratitud. ¿Y qué se puede decir de aquellos que ni siquiera son agradecidos, sino que además son ingratos, que blasfamen y pisotean sacrílegamente Su sangre?
¡Oh preciosa sangre, adorable y divina, que derramada en la Cruz fuiste digna hostia para la redención de los hombres! ¿Es posible, Dios mío, que Tu bondad y amor hayan llegado al extremo de llevarte a verter Tu sangre purísima por nosotros? ¿Es posible que entregaras Tu vida por seres tan indignos? ¡Oh Divino Salvador! Sólo Tu infinita caridad, sólo la caridad de un Dios es capaz de semejante sacrificio, tan mal correspondido…
Esta festividad nos ha de mover a meditar profunda y continuamente en este insondable misterio de amor. Dios, que nada nos debía, ha hecho por nosotros los más grandes sacrificios por pura bondad. Tengamos siempre presente que Su preciosísima sangre corrió gota a gota hasta consumirse por completo por nuestro rescate, sin el cual estaríamos irremisible y eternamente perdidos.
Seamos sinceramente devotos de esta divina sangre, siguiendo los impulsos de un corazón agradecido, y secundando los santos deseos del corazón magnánimo de S.S. Pío IX, quien refugiado en Gaeta en 1849, a causa de la injustificable persecución de que fue objeto, mandó se celebrara en este día en todo el orbe la fiesta de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
Longinos, que con la lanza atravesó el costado del Redentor, quedó tan ilustrado y enternecido con la sangre que salió de aquella herida, que se convirtio en un santo penitente y un glorioso mártir. Y nosotros, al ver morir a Dios obre la cruz por nuestros gravísimos pecados, ¿hemos de quedarnos insensibles? ¿Hemos de resistir a tantos motivos de penitencia? ¿No resolveremos cambiar nuestra vida? ¿No nos doleremos por el sufrimiento que Le hemos causado?
Abracémonos al sagrado leño, y no nos separemos de él hasta que con tan preciosísima sangre, que Jesús derrama sobre nosotros, quedemos enteramente bañados y limpios de nuestras culpas. Así conoceremos el excesivo y excelentísimo amor que nos tenía, y que todo cuanto padeció fue por tener llagado el corazón de amor de los hombres, y en señal de esto quiso que se lo abriesen con una lanza, y que se quedase así abierto, para que por aquella puerta grande del costado pudiésemos todos entrar hasta Su corazón, a guarecernos y librarnos de todos los peligros y tentaciones, y hacer que nuestras almas den fruto de virtudes.