I. Cuando hubo llegado la hora de partir de este mundo y de volver a su Eterno Padre, el tierno Corazón de Jesucristo no podía determinarse a dejar a sus discípulos huérfanos y abandonados; por esta razón después de haber celebrado la Pascua según el rito de la ley de Moisés, instituyó el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, en el cual nos alimenta con su propia Carne y con su Preciosísima Sangre convidándonos a todos a participar de ella: Venite inebriamini, carissimi.
Y en este Sacramento es en el que se distribuye de una manera más particular a los fieles bien dispuestos la Sangre del Redentor; cuando comulgamos, podemos decir: «hemos bebido la Sangre del Señor y aplicado nuestra lengua a las llagas mismas de nuestro Redentor.» Qué dulce fuente aquella que de lo elevado del Altar sagrado brota incesantemente las bendiciones celestiales, y que hace la llame San Juan Crisóstomo, fuente de dones celestiales, al pié de la cual está sentado Jesucristo, que se dirige no ya a una Samaritana, sino a la Iglesia universal; aquí no se sirve un simple vaso de agua, sino una Sangre viva que, tomada por nosotros en testimonio de la muerte del Señor, es para nosotros una fuente de vida.
Parece que no se satisfacía su inmenso amor con haber derramado toda su Sangre sobre la Cruz, si además no se quedaba con nosotros hasta la consumación de los siglos para alimentarnos y abrevarnos de esta Preciosísima Sangre en la Santa Comunión; y con la voz irresistible de su Sangre nos llama, según San Ambrosio, nos convida y desea vivamente que participemos de ella. Habet enim sanguis vocem canoram. Y ¿qué dice?: ábreme tu corazón, ensánchale y le colmaré de gracias.
II. El abad Ruperto demuestra muy bien el amor inefable que Jesús nos testifica dándose Él mismo todo entero a las almas en la Santa Comunión y abrevándonos con su Sangre preciosísima que no solamente nos purifica de nuestras manchas cotidianas sino que nos preserva también de las más graves; y esto quiso manifestar el Redentor cuando lavó los pies a sus Apóstoles. Se levantó Jesús de la mesa, esto es, dejó el banquete de la gloria paternal y revistiéndose de nuestra carne, como de un lienzo, vertió su Sangre como se echa el agua sobre un librillo y desde entonces lava cada día nuestros pies, cuando le recibimos en remisión de los pecados. ¡Oh refinamiento del amor del dulce Corazón de Jesús! ¿Con qué ansia no deberían las almas venir a saciarse de esta fuente inagotable de bondad y de amor?
¡Ah! Y cuántas veces debería frecuentarse un Sacramento en el que, según las palabras del Concilio de Trento, ha derramado Jesús las riquezas de su amor: In quo divitias veluti sui amoris effudit. Con tales sentimientos y con estas disposiciones debería recibirse la Preciosísima Sangre de Jesús, que se da aquí con su Carne inmaculada, con su Alma santísima y con su misma Divinidad.
¡Qué viva fe, qué profundo respeto, qué santo temor, qué temblor santo, qué ardiente caridad deberían acompañar a las almas que se acercan a esta mesa! Acercaos, os diré con la voz de la Santa Iglesia, acercaos con fe, con temblor, con ternura. Más ¡ay! ¡Qué frialdad, qué insensibilidad en tantas almas que se acercan tan lánguidas a esta fuente de amor!
COLOQUIO
Vos sois, oh Jesús mío, aquel Padre amantísimo, aquel buen Pastor que después de haber dado su Sangre y su vida por nosotros en la Cruz, nos alimentáis en la Santísima Eucaristía con vuestra Carne y nos dais de beber con vuestra Sangre. ¿Qué más podría hacer vuestro Corazón para probarnos la caridad ardiente de que estáis animados hacia nosotros?
Ahora comprendo toda la fuerza de aquellas palabras de San Juan, vuestro discípulo amado, cuando dice que en este Sacramento nos habéis amado hasta el exceso. Ahora entiendo lo que dice en el Concilio de Trento la Iglesia, vuestra Esposa, a saber: que vos ¡oh Señor! dándonos el Sacramento adorable de la Eucaristía, habéis agotado en lo más profundo de vuestro Corazón las riquezas de vuestro amor infinito.
¡Oh! y ¿cómo no se deshace mi corazón por Vos que todo lo habéis hecho por mí? ¿Quién puede resistir a tan dulce enajenamiento a presencia de tales pruebas de amor, de esa caridad sin límites? ¡Ah! ¡Cuáles serán era adelante mis delicias recibiéndoos en la Santa Comunión y embriagándome de vuestra Sangre de amor, adorándoos en el Santo Tabernáculo y contemplando la inefable caridad que se manifiesta en este Sacramento!
EJEMPLO
San Felipe de Neri tuvo una devoción particular a la Sangre Preciosísima de Jesucristo. Tenía la costumbre de poner para la consagración una grande cantidad de vino en el cáliz a fin de prolongar la duración de las especies. Se observó también que después de la Consagración el mismo Cáliz estaba lleno de Sangre pura.
EJEMPLO
San Felipe de Neri tuvo una devoción particular a la Sangre Preciosísima de Jesucristo. Tenía la costumbre de poner para la consagración una grande cantidad de vino en el cáliz a fin de prolongar la duración de las especies. Se observó también que después de la Consagración el mismo Cáliz estaba lleno de Sangre pura.
Al sumirla, sus labios la absorbían con tanto ardor, que concluyó por consumir no solamente el dorado, sino hasta la plata misma del cáliz; y esta Sangre divina le comunicaba tal devoción que la palidez cubría su rostro hasta parecer más bien muerto que vivo. Semejante espectáculo hizo verter muchas veces lágrimas de compunción a los asistentes. Pedía en seguida al Señor que pues no había podido verter su sangre en el martirio, como él hubiera querido, le concediese a lo menos derramarla en abundancia por boca y narices para que de esta manera pudiese volverle sangre por Sangre.
Oyó el Señor su súplica, pues en una ocasión derramó tanta sangre que perdió el movimiento y el uso de la vista.
JACULATORIA
Padre Eterno, os ofrezco la Sangre de Jesucristo en rescate de mis pecados y por las necesidades de vuestra Iglesia.
INDULGENCIA
El Soberano Pontífice Pío VII concedió cien días de Indulgencia por cada vez que se diga la anterior jaculatoria. Así consta del rescripto que se conserva en los archivos de los Padres Pasionistas de Roma.
JACULATORIA
Padre Eterno, os ofrezco la Sangre de Jesucristo en rescate de mis pecados y por las necesidades de vuestra Iglesia.
INDULGENCIA
El Soberano Pontífice Pío VII concedió cien días de Indulgencia por cada vez que se diga la anterior jaculatoria. Así consta del rescripto que se conserva en los archivos de los Padres Pasionistas de Roma.