MES DE LA PRECIOSÍSIMA SANGRE – DÍA 12

DÍA DUODÉCIMO
La Sangre preciosísima de Jesucristo nos fortifica en el Sacramento de la Extremaunción



I. Preveía muy bien nuestro divino Redentor las agonías, inquietudes, aflicciones y dolores en que se encuentran las almas en los momentos de la separación de sus cuerpos; sabía bien cuáles son sus necesidades en el momento de la muerte, momento terrible del que depende la eternidad. Por esto quiso tomar sobre sí mismo penosas tristezas y una mortal agonía; durante tres horas continuas quiso quedar crucificado y agonizante, abandonado aun de su Padre celestial y a merced de sus bárbaros perseguidores. Quiso derramar su Sangre Preciosísima, por decirlo así hasta la última gota, sobre el duro madero de la Cruz a fin de prepararnos para el momento de la muerte un Sacramento de consuelo y de gracia, la Extremaunción.

Por ella no solamente se borran las reliquias del pecado, y no sólo se nos concede la salud del cuerpo, si es necesaria a nuestra alma, sino que además comunica un gran consuelo al enfermo, le da fuerza y valor para resistir las tentaciones diabólicas, para sufrir con paciencia las incomodidades del mal que le atormenta, y le facilita un tránsito feliz a la eterna bienaventuranza

¿Pudo hacer más por el bien de las almas nuestro amabilísimo Salvador? ¡Pensad, pensad únicamente cuánta Sangre, cuántas penas y tormentos ha costado este Sacramento! ¡Oh! ¿Quién puede comprender las desolaciones de espíritu, las tristezas y las penas sufridas en la Cruz?

II. Penetra, alma mía, en el Corazón amantísimo del Señor crucificado y contempla cuáles debieron ser los dolores ofrecidos por Él en el Calvario, para que pudiesen merecernos tan eficaces consolaciones en el artículo de la muerte.

Las horribles blasfemias que oía en aquel monte, la dureza de corazón del ladrón impenitente, la ingratitud de los hombres que preveía, el dolor que partía el Corazón de su madre y la amargura de sus lágrimas, eran otras tantas puntas aceradas que traspasaban su Corazón. La sed ardiente que le atormentaba, el abandono de su Eterno Padre, ¡qué de dolorosas sensaciones!

Y en ese instante mismo, con la efusión de su Preciosísima Sangre, preparó este Sacramento que, en el momento de nuestra muerte, endulza nuestras penas y las hace meritorias para la vida eterna.

Ha tomado para sí la más triste amargura de los terrores de la muerte para hacer la nuestra dulce y preciosa. Ha hecho de este Sacramento como un vaso sagrado lleno de su Sangre; y la virtud de las gracias que confiere es tal, que el mérito y la satisfacción ganadas por Jesucristo con su propia Sangre se aplicarán a cada fiel que le reciba dignamente; es libre para ofrecerle por sí mismo como si hubiese satisfecho con sus propias acciones y sufrimientos y por sus propias faltas a la justicia eterna.

¡Ah! Jesús mío, ¡qué incomprensible es esta caridad! Razón tenéis en decir sobre la Cruz, “todo se ha cumplido”; porque ¿podías hacer más por nuestro amor que prepararnos así por la efusión de vuestra Sangre tantos auxilios eficaces para nuestra vida y para nuestra muerte?

Pero, ¿podremos decir en el artículo de la muerte consummatum est, todo lo hemos cumplido? ¡Ay! Si no hacemos durante la vida el bien que pedís de nuestras almas, si no observamos constantemente vuestra santa ley, si desde ahora no llenamos nuestros deberes, ¿cómo podremos repetir a la hora de la muerte consummatum est?

Ea, pues, alma mía, haz desde este momento, y durante toda la vida, el bien que en el artículo de la muerte querrías haber hecho.

COLOQUIO
Jesús mío crucificado, ¡qué lecciones tan grandes me dais desde lo alto de la cátedra de la verdad y sabiduría! ¡Qué paciencia, qué caridad, qué profunda humildad se enseña en vuestra escuela! 
Vos Hijo de Dios, inocente, santo y sin mancha, Vos morís en medio de los más agudos tormentos, salpicando vuestra Sangre por todas partes, a fin de merecer para consolarme a mí, pecador que soy, en el instante de mi muerte los socorros poderosos de vuestra divina gracia. 
Vos apuráis el cáliz amargo de tantos dolores, derramáis con tanta abundancia vuestra Sangre para conseguirme una buena muerte y un dichoso tránsito a la eternidad; y yo hasta ahora, ¿qué he hecho para disponerme al momento, inevitable y terrible a un mismo tiempo, del que depende o mi eterna felicidad, o mi eterna perdición? 
¡Oh Dios mío! por la Sangre Preciosísima, concededme desde este día la gracia de prepararme para el momento último con el ejercicio de las buenas obras; haced que mi alma fortificada con los Santos Sacramentos, en virtud de esa Sangre de salvación, respire en vuestro Sagrado Corazón, para que bañada en ella vaya algún día a alabaros en el Cielo.

EJEMPLO
San Camilo de Lelis, devotísimo de la Sangre del Jesucristo, hallaba grande consuelo en su última enfermedad en tener delante de su vista una imagen de Jesús crucificado, de la que él mismo había dado el diseño. La Sangre salía en gran cantidad de sus llagas, una multitud de Ángeles la recogían en cálices y la presentaban al Eterno Padre. El Santo, a vista de ésto, sentía grande alivio, y en aquellos últimos momentos de su vida, se excitaba a una esperanza más viva de la salvación eterna.

JACULATORIA
Eterno Padre, os ofrezco la Sangre de Jesucristo en rescate de mis pecados y por las necesidades de la Santa Iglesia.

INDULGENCIA
El Soberano Pontífice Pío VII concedió cien días de Indulgencia por cada vez que se diga la anterior jaculatoria. Así consta del rescripto que se conserva en los archivos de los Padres Pasionistas de Roma.