DÍA DECIMOTERCERO
La Sangre preciosísima de Jesucristo endulza la muerte
I. El hombre naturalmente teme la muerte, y si a este temor se junta el recuerdo de los pecados cometidos, ¡oh!, ¡cuánto más terrible será! Pues bien, para disipar este temor y hacer dulce nuestra muerte, hallamos un recurso admirable en la devoción a la Sangre Preciosísima de Jesucristo.
Nuestra alma, considerando a Jesús crucificado cuya Sangre corre por todas partes, concibe la esperanza de salvación y siente desvanecerse todos sus temores; oye la voz de esa Sangre que resuena como una trompeta y clama misericordia, dice San Bernardo. Vedla cómo ha atravesado este mar y está a punto de llegar al puerto; tiene en la mano este oro precioso que debe ganarle una gloria eterna, nos dice San Ambrosio. Se sirve de esta Sangre como de una llave del Paraíso, exclama Santo Tomás; entonces ella siente renacer su valor y ya no teme la muerte. Y, en efecto, cuán consoladoras son las siguientes palabras con que San Juan Crisóstomo disipa, en virtud de esa Sangre divina, todo el temor de la muerte: «Esta Sangre ahuyenta a los demonios, atrae hacia nosotros los Ángeles y el Señor de los Ángeles; y la efusión de esta Sangre nos abre el Cielo.»
Al fin de nuestra vida el demonio vendrá, según su costumbre, a asaltar nuestra alma con las más fuertes tentaciones; más la vista de la Sangre de Jesucristo, de la que estaremos empapados y armados, le pondrá en fuga.
Asistidos de la Santísima Virgen, de nuestros Ángeles custodios, del Príncipe de las jerarquías celestiales el glorioso San Miguel y en fin, del Señor omnipotente y glorioso de los Ángeles, ¿qué podremos temer? ¡Felices entonces las almas devotas de esa Sangre!
II. Considera, además, oh alma mía, que, si fortalecida con la Sangre de Jesucristo, te presentas a las puertas del Cielo, se abrirán al momento delante de ti; el Ángel armado con la espada de fuego, puesto para su guarda, no podrá prohibirte la entrada, pues que vendrás marcado con la Sangre del Cordero divino, en quien así en vida como en muerte has puesto tus esperanzas: «la virtud de la sangre que corre del costado de Cristo aparta al Ángel y embota la espada», escribía San Antonio de Padua.
Así estaba anunciado en figura a los hebreos, cuando el Ángel, ministro de la ira de Dios, exceptuó del castigo de la muerte a todos aquellos cuyas puertas estaban señaladas con sangre. Y si esta gracia fue concedida a la figura, ¿qué virtud no tendrá, y con mucha más razón, el objeto de esta misma figura?
Tal es el pensamiento de San Juan Crisóstomo: «La sangre del cordero servía para librar al hombre racional, no por su propio mérito sino porque representaba la Sangre del Señor.»
Cuando el alma fiel esté bañada con esa Sangre Santísima del Hijo de Dios, cuando se halle no solamente en los labios que invoquen sus méritos, sino también en el corazón purificado por esa misma Sangre, esta alma ¿podrá estar sujeta a la espada formidable de la cólera vengadora de Dios, a esa espada que en el día de la muerte arma la mano del Ángel exterminador?
¡Oh! ¡Dichosa muerte la de aquel que pone su confianza en esa Sangre Preciosísima!
COLOQUIO
Si considero, Jesús mío, mi vida pasada y el número y la gravedad de mis faltas, el pensamiento de la muerte me estremece: timor mortis turbat me. Veo mis pecados y no veo mi arrepentimiento, formo buenas resoluciones y recaigo: paccantem me quotidie et non me panitentem, timor mortis conturbat me. Mas si vuelvo la vista a Vos, oh Jesús mío crucificado, y a la Sangre que despiden esas llagas sagradas, ¡oh! ¡qué consuelo para mí! Oigo la voz de esa Sangre que delante de vuestro trono pide misericordia por mí; y pues que habéis muerto sobre la Cruz y derramado vuestra Sangre con tanta abundancia para librarme de la muerte espantosa de los pecadores y alcanzarme la muerte preciosa del justo, he aquí la gracia que os pido con toda humildad: llevar una vida tal que me conduzca a esta santa muerte por los méritos de vuestra Sangre Preciosísima, derramada toda por la salvación de mi alma.
EJEMPLO
Mientras San Francisco Caracciolo trabajaba en la propagación de su orden religiosa, vinieron a proponerle la fundación de una nueva casa en Anagni. Aunque agobiado por las muchas penitencias y fatigas, quiso pasar por Loreto, saliendo de Roma, y dos días después de haber llegado fue acometido de una calentura violenta que en poco tiempo le redujo a un extremo peligro. El Santo, que conocía estar próxima su muerte, quiso hacer su confesión general y recibió en seguida con la mayor devoción el Santo Viático y la Extremaunción. Teniendo el Crucifijo en la mano le oyeron repetir muchas veces lleno de amor y confianza: “Sangre de Jesús derramada por mí, tú eres mía; yo la quiero, Señor, dádmela, no me rehuséis lo que es mío;” e imprimiendo tiernos ósculos en las llagas de su Redentor, repetía: “Sangre preciosísima de mi Jesús, tú eres mía y solamente contigo espero mi salvación.” Y con estos sentimientos espiró apaciblemente.
JACULATORIA
Padre Eterno, os ofrezco la Sangre de Jesucristo en rescate de mis pecados y por las necesidades de la Santa Iglesia.
INDULGENCIA
El Soberano Pontífice Pío VII concedió cien días de Indulgencia por cada vez que se diga la anterior jaculatoria. Así consta del rescripto que se conserva en los archivos de los Padres Pasionistas de Roma.