Fuente: Desde la fé
“El mismo día de la Resurrección, iban dos de los discípulos hacia un pueblo llamado Emaús, y comentaban todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús se les acercó y comenzó a caminar con ellos, pero los ojos de los dos discípulos estaban velados y no lo reconocieron” (Lucas 24, 13-17).
Claro: cuando los ojos están empañados de lágrimas casi no nos dejan ver la luz. ¿Lloraban entonces estos señores? Si no lloraban, por lo menos estaban muy tristes: más que caminar, arrastraban los pies. Porque ellos esperaban que Jesús, el Maestro, como lo llamaban, fuera el Mesías que tanto habían estado esperando y, sin embargo, ahora estaba muerto.
“Han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron –explican al Desconocido-. Es cierto que algunas mujeres de nuestro grupo nos han desconcertado, pues fueron de madrugada al sepulcro, no encontraron el cuerpo y llegaron contando que se les habían aparecido unos ángeles, que les dijeron que estaba vivo. Algunos de nuestros compañeros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron” (Lucas 24, 21-24).
Que los discípulos estaban profundamente abatidos es algo que se colige por la pregunta misma que les hace el Señor: “¿Por qué están tan tristes?”. Pero Jesús no se queda allí: él quiere a como dé lugar devolverles la alegría. ¿Y cómo lo hace? “Entonces –precisa el Evangelio-, comenzando por Moisés y siguiendo con todos los profetas, les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a él” (Lucas 24, 27). En otras palabras, les cuenta la Biblia, recordándoles pasajes importantes y olvidados.
¡La Biblia! He aquí una fuente de alegría a la que no solemos recurrir con mucha frecuencia los católicos. Y, sin embargo, en ella está la solución a muchos de nuestros problemas. La Biblia es, según la comparación de los Padres de la Iglesia, como una larga carta que Dios escribió a sus hijos, de modo que en los momentos de tiniebla, así como también en los de luz y alegría, pudiesen éstos experimentar su compañía.
“Cuando oras, tú hablas a Dios –decía, por ejemplo, San Agustín-, y cuando lees su Palabra es Dios quien te habla a ti”. “¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!” (Lucas 24, 32), exclaman los discípulos cuando Jesús había ya desaparecido.
Bien, éste es el efecto que produce siempre la Escritura cuando la leemos no como un libro cualquiera, sino como una Palabra dirigida por Dios a nosotros, a cada uno: hacer que este corazón nuestro que ya amenazaba con apagarse arda otra vez y brille y queme.
En el transcurso de una hermosísima homilía, San Juan Crisóstomo (347-407) invitó a los fieles de Constantinopla a leer continuamente la Biblia, y lo hizo en estos términos: “Una cosa os ruego y no cesaré de rogárosla: que no sólo atendáis a lo que se dice aquí en la reunión, sino que, una vez idos a vuestros hogares, ocupéis constantemente el tiempo en la lectura de los Libros Sagrados. No hemos cesado de repetir lo mismo a cuantos se nos han acercado. Y que nadie diga: ‘Yo estoy enclavado en los tribunales’; ‘Yo tengo a mi cargo los negocios de la ciudad’, ‘Yo ejercito un oficio’; ‘Yo tengo mujer’; ‘Yo tengo que alimentar a mis niños’; ‘Tengo que cuidar de mi familia’; ‘Yo soy un hombre de mundo’… ¿Qué dices, oh hombre? ¿No es propio de ti atender a las Sagradas Escrituras porque te arrastran infinitos cuidados? Déjame entonces decírtelo: tú necesitas más de la Escritura que los propios monjes, pues tú andas revuelto en infinitos negocios, en tanto que los monjes, una vez que se han apartado del foro y del tumulto que nace de los negocios, y han fijado sus chozas en los desiertos, están ya como sentados en el puerto y gozan de abundantísima seguridad. En cambio nosotros, como agitados en mitad del piélago y enzarzados en faltas innumerables, necesitamos continuamente y sin interrupción el consuelo de las Sagradas Escrituras. Los monjes están sentados allá lejos de la batalla, por lo que tampoco reciben muchas heridas. Tú, por el contrario, estás de pie constantemente y sin cesar te hieren, por lo cual necesitas de más remedios.
“Porque la mujer te provoca, el hijo te entristece, el criado te encoleriza, el enemigo te pone zancadillas, el amigo te envidia, el vecino te injuria, el juez te amenaza, la pobreza te entristece, la muerte de los tuyos te produce luto, la buena suerte te ensoberbece y la adversidad te postra. Y así, por todas partes nos van rodeando en circuito muchas ocasiones de ira y muchas preocupaciones y tristezas, y mucha vanagloria y soberbia. Por lo mismo necesitamos continuamente de la panoplia o escudo de las Sagradas Escrituras” (Homilía III acerca del bienaventurado Lázaro).
No pocas veces andamos a la búsqueda de soluciones para nuestra vida. “¿Qué debo hacer en esta situación concreta en la que me hallo?”. Cuando los santos querían saber lo la voluntad de Dios con respecto a sus vidas, abrían la Biblia al azar, y siempre encontraron en ella las respuestas que anhelaban: así solía hacerlo, por ejemplo, San Francisco de Asís, según nos cuentan sus biógrafos, y jamás quedó decepcionado. Éste puede ser un buen método también para nosotros.
Cuenta el Padre Rainiero Cantalamessa en uno de sus libros que una vez se acercó a él un hombre para exponerle este problema: “Padre, tengo un hijo de once años aún no bautizado. Mi mujer se ha ido con los Testigos de Jehová y no quiere oír hablar de bautizar al muchacho. Si lo bautizo, temo una crisis en casa; si no lo bautizo, no me siento tranquilo. ¿Qué debo hacer?”. El sacerdote le dijo que se fuera a su casa, leyera lo primero que se encontrara al abrir la Biblia, que orara mucho y al día siguiente platicarían. “Al día siguiente –cuenta el predicador del Papa- vino a mí el hombre, diciéndome: ‘Padre, ¡he encontrado la respuesta! ¡He abierto la Biblia, me he encontrado con el suceso de Abraham y he visto que Abraham, cuando trató de llevarse a su hijo a Isaac para inmolarlo, no le dijo nada a su mujer!”. La Biblia, leída con fe, había sido el mejor de los consejos.
Que así sea también para todos nosotros. Amén.