La Iglesia desde el principio comenzó a honrar a los mártires en su día propio del martirio; pero ya por el siglo III eran tantos los mártires que tuvieron que celebrar su fiesta en un día todos juntos, aunque no tenían un día fijo. El 13 de Mayo del año 609 el papa consagró el panteón romano, que había sido templo pagano de todos los dioses, para que fuese templo de la Virgen María y de todos los santos. Unos cien años después la fiesta de todos los santos quedó fijada para el día 1 de Noviembre.
Hay muchos santos, cuyos nombres conocemos, porque han sido “canonizados”, es decir declarados santos solemnemente por el papa, después de haber examinado minuciosamente su vida y sus escritos y normalmente después de que Dios ha ratificado esa santidad por uno o más milagros. Pero santos hay muchos más que no conocemos, quizá porque han vivido una vida muy oculta, pero que gozan con Dios con una gloria semejante. Entre estos santos habrá familiares y conocidos nuestros. Hoy es el día para festejar a todos y también para alzar nuestra mirada al cielo para pedir su protección y sobre todo para desear imitarles y un día poder estar con ellos en el cielo.
Todos estamos llamados a la santidad. Nos lo ha dicho muchas veces la Iglesia. De una manera especial lo recalcó el concilio Vaticano II. No es que haya que tener una vida externa diferente de los demás, aunque la verdad es que hay situaciones que ayudan y hay situaciones que pueden estorbar. Tenemos que esforzarnos por conseguir siempre ser mejores y tender a un ideal grande. No es fácil, pero tampoco es imposible. Para ello, Jesucristo nos enseñó el camino. El principal es la caridad. Sin amor no puede haber verdadera vida cristiana: Amor dirigido hacia Dios, que es nuestro Padre y nos acompaña, amor que se expresa especialmente en la oración, y amor hacia los demás, porque todos somos hermanos.
Hoy en el evangelio se nos propone este ideal por medio de las bienaventuranzas. Son actitudes o maneras de ser. Son las condiciones para el seguimiento en el camino del Reino de Dios trazado por Jesús. Con ellas podemos imitar su misma vida.
Las bienaventuranzas trazan ocho caminos a la santidad.
Todos tienen el matiz de la humildad. El santo no quiere su propia voluntad sino se somete siempre a la voluntad de Dios. Los pobres de espíritu no buscan ni en la riqueza ni en la fama sino esperan de Dios como su recompensa. Los que tienen hambre y sed de justicia no maquinan para obtener su propio bien sino hacen lo que Dios quiere de ellos. Los limpios de corazón no tienen ningún motivo más que el deseo de cumplir la voluntad de Dios.
Ser santo es dejar la carrera de hacerse admirado para dar la gloria a Dios con hechos del amor.
(P. Silverio Velasco – P. Carmelo Mele)