Cristo ¿rey?






















Homilía festividad de Cristo Rey 



Partimos, este domingo, de un hecho claro: que el nombre de “rey”, aplicado hoy a Cristo, está absolutamente desfasado. El modelo de Cristo no puede ser únicamente una monarquía. Debemos olvidarnos, como nos enseña hoy la liturgia, del título formal que la tradición nos ha transmitido en el contexto del 1925, republicano y anticlerical, y buscar en la Escritura las fuentes que nos acerquen a la figura de Cristo, como fin del año litúrgico.
La imagen se nos presenta, en palabras de Pablo, en términos de humanidad global. La humanidad entera descendiendo de un único tronco –Adán- en quien todos hemos muerto, y en términos de Cristo, como único tronco de vida en el que todos nacemos. Toda la humanidad presente como una única realidad global en condición de muerte y en condición –definitiva- de vida, cuando sea vencido “el último enemigo”, la muerte, y siendo Cristo, muerto y resucitado, el único que “tiene que reinar” para que Dios, en Él, sea “todo en todos”. Pero este “reino” todavía no ha llegado todavía a su fin. Estamos en camino hacia la revelación total y todas nuestras historias –pequeñas y grandes- forman parte de esta enorme aventura del Reino.

A Dios nadie lo ha visto nunca
Pero “no vemos” a Dios por ninguna parte. ¿Cómo sabemos que esta historia es la historia de Dios y que hay una meta de vida plena? Decimos: ¿dónde se te ve, Dios, si no se te ve en ninguna parte? Responde Dios: “¿Pues, entonces, qué es lo que ves?” Y yo contesto: “veo tan sólo las cosas que tengo delante, todo aquello que toco y que palpo. No veo más allá. Y no te veo a ti”… Respuesta de Dios: “el problema no es si me ves o no me ves, sino cómo estás mirando, cómo te acercas –o te alejas- a mirar… ¿Qué ves en lo que ves? ¿O es que tal vez no miras lo que ves?”

“Nada es verdad ni mentira, todo es según el corazón con que se mira”… Porque “corazón que no siente, ojos que no ven”… Y es que hay muchos ojos que no ven porque no sienten: “¿Donde y cuándo te vimos?”, dicen los unos, tanto los de la derecha como los de la izquierda. “¿Adónde miras?”, dirá el Señor. Porque podemos pasarnos la vida mirándonos a nosotros mismos: efecto espejo. Narciso. Y quien se mira a sí mismo no “trasciende”, todo lo que vive comienza y termina en referencia a él mismo. Tiene las ventanas –las de los cinco sentidos- absolutamente cerradas. A eso se le llama oscuridad, vivir en la oscuridad, en la tiniebla.

Ver o no ver a Dios
Si Dios existe y está en nuestro mundo, al alcance de nuestra experiencia, el primer paso a dar, la primera condición de posibilidad, es el descentramiento, el “desarraigo”. “Desaparecer del mundo como objeto de interés –dice Nouwen- a fin de estar en cualquier lugar del mundo mediante el escondimiento y la compasión es lo que constituye el movimiento fundamental de la vida cristiana. Es el movimiento que le conduce a uno tanto a la comunidad como hacia la compasión. Es el movimiento que nos lleva a ver con los demás lo que no hemos podido ver anteriormente, a sentir con los demás lo que anteriormente no hemos podido sentir, a oír con los demás lo que hasta entonces no hemos sido capaces de oír”. Ver, sentir, oír: salir de la oscuridad a la luz.

Sólo entonces, desarraigados, somos capaces de “ver” al otro en su necesidad y sentir en nosotros la compasión, el movimiento centrífugo en el que el otro, en su carencia, se hace objeto de mi vida. Pero hace falta un segundo movimiento: ponerse en acción, es decir, dar de comer al hambriento, hospedar al inmigrante, vestir al sin techo, acompañar al enfermo, visitar al preso. Entonces el hacer se transforma en ver. Entonces vemos a Dios, sólo entonces. Es lo que responde el Señor de la parábola. Ellos dicen: “¿cuándo te vimos?” Y el Señor responde: “Cuando hicisteis…”

Nosotros deseamos “ver”, sentir que le vemos a Dios. Pero Dios te pide el “desarraigo” del sentimiento. Lo esencial no es “sentir” a Dios, sino “hacerle”. Es Dios quien te tiene que sentir, no tú. La medida de la bienaventuranza –“venid, benditos de mi Padre”- está en el sentimiento que Dios tiene de ti por haberle aliviado en su dolor, haberle hecho objeto de tu compasión. Y en eso estamos iguales ateos y creyentes, porque lo esencial no es que yo crea en Dios, sino que Dios cree en ti. El juego de la vida y de la muerte, de la luz y de la oscuridad se da en la compasión traducida en hechos gratuitos, que hacen del otro objeto de mi vida sin esperar nada a cambio. Porque lo que, en definitiva, interesa es que el mundo y las personas tengan vida, y vida abundante. Lo demás se nos dará por añadidura.

José Luis Saborido Cursach, S.J.